Los azurri festejan el pase a la final en el Mundial de 1970. |
Cuando mi papá compró una serie de boletos para el Estadio Azteca, decidió dividirla en tres partes: una para él, otra para mi hermano Sergio y otra para mí. Como yo era el más pequeño de los tres (un cochinito lindo y cortés), me tocó sólo una terceta de partidos. Claro, mi jefe se agenció los mejores, entre ellos el de la inauguración y la final. No recuerdo cuáles le tocaron a mi brodi mayor y a mí me designaron el de México contra El Salvador, otro de cuartos de final y uno de semifinales. ¿Quién iba a decir que a final de cuentas el más afortunado iba a ser yo?
Era 1970 y en México se jugaba la novena edición de la entonces Copa Jules Rimet. A mis quince años atestigüé cómo México aplastaba a los salvadoreños 4 por 0 y cómo, en los octavos de final, Uruguay eliminaba a la Unión Soviética con un gol ilegítimo (en ese entonces yo era un simpatizante acérrimo de la hoz y el martillo y el gol me pareció un golpe artero, producto de una confabulación capitalista de la FIFA y la CIA contra los intereses del proletariado internacional representado por la patria de Lenin). Sin embargo, mi indignación de precoz bolchevique tenochca desaparecería en el último juego que me había tocado, el de una de las dos semifinales, en la cual se enfrentarían Alemania e Italia.
"El partido del siglo" sería conocido desde entonces aquel encuentro del 17 de junio, pero yo no imaginaba lo que me esperaba. Recuerdo las gradas repletas de alemanes e italianos y de mexicanos que le íbamos a los germanos, ansiosos de cobrar venganza de los pinches azurri que le habían endilgado un humillante 4 a 1 a México en aquella infausta tarde en "La Bombonera" de Toluca.
El ambiente en la tribuna alta era increíble, como de estadio europeo, y el juego fue cosa de otro mundo, como si alguien hubiera echado en mi refresco dosis de mezcalina, LSD y éxtasis. Porque fue todo un viaje, en especial los frenéticos tiempos extras, aunque las emociones comenzaron desde que en el minuto noventa el defensa Schnellinger empató el marcador a uno, cuando parecía que los de azul ganaban dentro del lapso reglamentario. Los dioses fueron generosos con todos los que allí estábamos y nos regalaron con un espectáculo inenarrable, sobrehumano, elegiaco. Ver aquella sucesión de jugadas extraordinarias, aquellas volteretas vertiginosas en el marcador, aquellos jugadores con alma de acero como Franz Beckenbauer -quien jugó gran parte del encuentro con un brazo vendado al cuerpo-, Uwe Seeler, Wolfgang Overath, Gerd Müller y por el lado italiano leyendas como Luigi Riva, Sandro Mazzola, Gianni Rivera, Giacinto Facchetti. ¡De puta madre! El arte en su más pura expresión. Un orgasmo total que duró treinta minutos. No, corrijo: un orgasmo total que ha durado cuarenta y tres años y que quienes tuvimos la suerte de vivirlo jamás podremos olvidar.
Ah, por cierto, ganó Italia 4 a 3 y logró pasar a la final, en la cual Brasil los aplastó 4 a 1 y con ello vengó, de algún modo, el ultraje sufrido por nuestros verdes roedores.
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