El personaje de Yolanda Vargas Dulché cumple setenta años de vida, casi tres cuartos de siglo de formar parte de la cultura popular mexicana al lado de Borola Burrón, Kalimán, Tawa y Calzonzin.
Cuando hace cinco años, la exacerbada corrección política de algunos sectores estadounidenses hizo que un personaje de historieta tan en apariencia inocente como Memín Pinguín se convirtiera en motivo de ofensa para la población de raza negra (está bien: afroamericana) del (diría el lugar común) vecino país del norte, el simpático monito bocón y achocolatado volvió a salir a la palestra de manera quizás involuntaria, en lo que resultó para sus editores un excelente motivo para que el negrito más famoso de México (junto con el Negrito Sandía de Cri Cri y el aún recordado Zamorita) tomara un segundo (o tercero o cuarto) aire.
Aquel affaire finalmente no pasó a mayores y tampoco dañó el prestigio y el recuerdo de ese niño de color (negro, Les Luthiers dixit) creado en 1943 por Yolanda Vargas Dulché, la madre y autora de todas las Lagrimas y Risas del mundo, y dibujado primero por Alberto Cabrera y luego por Sixto Valencia. Porque a menos que queramos buscarle implicaciones sociológicas, psicológicas e ideológicas a la manera de Armand Mattelart y Ariel Dorfman con el Pato Donald, en realidad Memín Pinguín era una historieta bastante inocua y muy divertida.
Recuerdo mi encuentro con aquella publicación, editada por Edar (Editorial Argumentos), a mediados de los años sesenta, cuando yo era un niño de diez u once años. Una prima mía la compraba y cada vez que yo iba a su casa, lo primero que hacía era pedírsela para leerla. De ese modo conocí el mundo de Memín (a quien todos conocíamos como “Pingüín”, hasta la fecha no sé por qué) y sus cuatro amigos: Carlangas (el pecoso muchachito bravucón), Ernestillo (el noble hijo de un carpintero) y Ricardo (el niño rico y rubio pero buena onda). También los padres de esos chiquillos eran personajes importantes, pero la más trascendente de todas era la peculiar doña Eufrosina, la mamá de Memín, una tremenda y obesa negra que hablaba con acento caribeño y que para las constantes travesuras de su adorado angelito negro utilizaba su temible tabla con clavo, con la que atizaba las oscuras nalgas de su vástago, quien no obstante la amaba y la llamaba “Ma linda”.
Editada en sepia, aquella historieta (o “cuento”, como se les decía en esa época) hacía las delicias de muchísima gente y no puedo negar que formó parte de mi educación sentimental, al lado de Tawa, el hombre gacela, Los Supersabios, La Familia Burrón y Chanoc (mi favorita entre todas). Claro, también alimentaba mi cultura historietística con el material de Editorial Novaro: desde los Cuentos de Walt Disney hasta La pequeña Lulú, Lorenzo y Pepita, La zorra y el cuervo, Supermán e incluso la catoliquísima Vidas ejemplares, entre muchas otros revistas “animadas”. Ya después aparecería Rius con Los Supermachos (y más tarde con Los Agachados) para cambiar mi perspectiva por completo.
Nunca imaginé en aquel entonces que algunos años después, a mediados de los ochenta, no sólo iba a conocer personalmente a la creadora de Memín Pinguín, sino que iba a trabajar directamente con ella.
Por azares del destino (y del desempleo), en 1979 me convertí impensadamente en guionista de historietas (argumentistas, se nos llamaba) para la Editorial Posada que dirigía Guillermo Mendizábal Lizalde (a quien recuerdo con enorme cariño). Con don Guillermo aprendí los rudimentos para escribir esta clase de literatura, sin saber que era lo que le daría de comer a mi familia a lo largo de dos décadas exactas. En 1983, entré como colaborador a Editorial Vid y luego de algunos años de pergeñar un sinfín de historietas, un día uno de los directores, Manelich de la Parra, me dijo que su madre, doña Yolanda Vargas Dulché, necesitaba un ghost writer para que trabajara con ella en Lágrimas y Risas y que había pensado en mí. Era algo bien pagado y además representaba la oportunidad de escribir bajo la supervisión de la verdadera madre de Memín. Acepté sin dudarlo y a lo largo de casi un año fui el guionista fantasma de una historia llamada "Casandra".
Doña Yolanda era muy severa (aunque muy afable), me hacía muchísimas correcciones y debía pasar largas horas con ella en su mansión del Pedregal de San Ángel, donde vivía con su esposo, Guillermo de la Parra, el creador de Rarotonga, quien solía estar ahí durante mis visitas (y de cuyo nombre proviene el del personaje: Guillermo-Memo-Memín).
Le tenía tanto respeto a la señora, me imponía de tal manera, que jamás me atreví a preguntarle sobre Memín y ahora me arrepiento. Ni siquiera llegué a decirle que yo había sido su lector cuando niño. ¡Cosas de la historieta, má linda!
(Texto publicado el jueves 8 de agosto en la sección "El ángel exterminador" de Milenio Diario).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario