La angustia me corroe. La incertidumbre hace mella en mi conciencia. Estoy desconcertado, confundido, inseguro. ¿Por qué no puedo ser como todos? ¿Qué es lo que me incapacita para compartir ese sentimiento que hace vibrar a la aplastante mayoría de los mexicanos? ¿Cuál es la causa de esta falta de adaptación que me pone la cara roja de vergüenza? Porque sí, he de confesarlo, y pido mil veces perdón por ello: no me gustan los mariachis ni la música vernácula.
En estos días patrios que acabamos de vivir, días en los que incluso los yupitecas más recalcitrantes y pronorteamericanos gritan un ¡Viva México! estentóreo y abierto; días en que el alma se vuelve tricolor y olvidamos por un rato a héroes como George Washington y Abraham Lincoln, para pensar en las gestas del cura Miguel Hidalgo, de José María Morelos y Pavón, de Allende, Abasolo, Mina, Aidama, Guerrero y hasta el Pípila; días, pues, en los que el corazón se hincha de orgullo patriótico, acompañado por los acordes inconfundibles de “El rey”, la “Canción mixteca” o “México lindo y querido”. En estos días (y en los del resto del año), la música de mariachi me deja frío, impávido, sin que logre arrancar de mi ronco pecho ni siquiera un tímido ajúa.
Yo he contemplado a esos felices paisanos que visten ropa gabacha, hacen sus chopins en los mols tejanos, visitan Disney World, ven Cablevisión, escuchan WFM y sueñan con ser güeros, los he contemplado cuando toman su tequila y al primer trompetazo del mariachi lanzan un ¡Aiiiiiaaaaiiiiiaaaaiiiii! tan mexicano como ellos. ¿Por qué no me sucede lo mismo? ¿Por qué no se me enchina la epidermis con José Alfredo, Cuco Sánchez, el Charro Avitia o Juan Gabriel? ¿Soy acaso un mal mexicano? ¿Lo soy...?
(Texto publicado a mediados de septiembre de 1991 en mi columna "Bajo Presupuesto" de la sección cultural de El Financiero)
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