domingo, 18 de junio de 2017

El hombre de mi vida

Hace algunos años estuvo de moda el filósofo italiano Francesco Alberoni, cuya mayor contribución fue la de hacer la distinción entre enamoramiento y amor. Yo no sé si exista tal diferencia. Lo que sí me queda claro es que, en términos amorosos, he vivido durante décadas en una terrible confusión. Por ejemplo hoy, en este momento de mi vida en el cual me acerco a cumplir (¡gulp!) mis primeras cinco décadas de existencia. Se supone que a estas alturas uno debería ser una persona madura, estable, serena. Y no. Para mi vergüenza soy exactamente lo contrario: inmaduro (sentimentalmente no he conseguido abandonar la adolescencia), inestable (puedo pasar de la calma al desasosiego en cuestión de segundos) y exaltado (no controlo mis sentimientos y una vez montado en el descontrol emocional, soy como chivo en cristalería). Si a esto agregamos mi propensión a enamorarme de mujeres mucho más jóvenes que yo, la mezcla resultante es perfectamente explosiva.
 Infortunado como he sido en mis intentos por conseguir pareja, puedo jactarme de mi enorme suerte para rodearme de las mejores amigas del mundo. Si yo pudiera hacerme amante de todas ellas, sin duda lograría algo muy cercano a ese estado de realización espiritual al cual los budistas llaman el nirvana y los políticos mexicanos denominan hueso. No obstante, para mi desgracia todas esas bellas, graciosas, liberales y sensuales amigas mías –cuyas edades fluctúan entre los veinte y los treinta y tantos años y cuyos estados civiles incluyen a solteras, casadas y divorciadas (aún no me toca una viuda)– no me ven como a un posible compañero de cama con quien pudieran desfogarse y dar rienda suelta a sus más bajos y deliciosos instintos. Por el contrario, me ven como su “amigo” y ya sabemos que cuando una mujer nos considera de ese modo, las probabilidades de acostarse con ella se reducen prácticamente a nada.
  Con todo, gracias a esta tendencia mía a la cual las mentes moralistas calificarían como de asaltacunas, he podido conocer muchas de las maneras como las nuevas y no tan nuevas generaciones actuales contemplan temas siempre apasionantes como el sexo, la seducción, los celos, la pasión y, por supuesto, el enamoramiento y el amor.
 Pongamos un caso como ejemplo, el de mi amiga Almendra. Se trata de una mujer de treinta y dos años, guapa, inteligente, competente, simpática, pero con muy serios problemas para hacer que sus relaciones duren algo más de tres semanas. Durante los últimos seis meses –y no miento– le conocí cinco novios, a cada uno de los cuales denominó, sin dudarlo un segundo, como “el hombre de mi vida”. Es decir que en un lapso de medio año tuvo a media decena de hombres de su vida. Aún recuerdo la manera como me describía a cada uno de estos sujetos cuando recién los conocía e iniciaba una relación con ellos y la forma como los denostaba apenas terminaban. En brevísimo tiempo pasaban de la perfección total (“es tierno, dulce, detallista, trabajador, responsable, gran amante”) a la más absoluta patanería (“es desobligado, mujeriego, desaseado, flojo, burdo, indiferente, pésimo amante”). Y así fue con todos: con el cineasta, con el musicólogo, con el camarógrafo y con el locutor (adivinaron, Almendra vivía en la colonia Condesa).
  En estos momentos, mi hermosa amiga se encuentra en un pequeño pueblo de España. En un reciente viaje a Europa, conoció a un gallego que la enamoró y de quien de inmediato dijo: “Es el hombre de mi vida”. Se supone que van a casarse pronto y que ella se quedará a vivir allá, aun cuando tengo mis bien fundamentadas dudas al respecto. La verdad sea dicha, prefiero esperar a que transcurran las tres semanas de rigor.

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