Soy hijo de dos niños consentidos. No sé si eso sea bueno o sea malo. Lo que sí sé es que esa circunstancia determinó mi infancia y, con ella, mi vida toda.
Soy hijo de un niño y una niña a quienes se les consintió casi todo. Un niño y una niña que nacieron en familias pudientes y sin premuras económicas. Un niño y una niña que crecieron protegidos por el amor y los cuidados de sus padres, según se entendían el amor y los cuidados paternos y maternos en los años veinte del siglo pasado. Que esos dos hijos consentidos se encontraran en 1940 –a sus respectivos diecinueve y dieciocho eneros–, se enamoraran y se casaran cuatro años más tarde fue una determinación del caprichoso destino que moldea nuestras existencias. Fruto de ese encuentro y de ese matrimonio fuimos mis cuatro hermanos y yo, los cinco hijos de aquellos dos niños consentidos. Así apareció, en 1944, en el pueblo de Tlalpan, al sur profundo del Distrito Federal, capital de la república mexicana, la familia García Michel.
Mi padre se llamaba Juan Rubén García Ayala. Mi madre se llama María Rebeca Michel Ruelas. Juan nació en Mixcoac, DF, el 2 de enero de 1921. Rebeca vino al mundo un año y una semana después, en Autlán de la Grana, Jalisco, el 10 de enero de 1922. Los dos eran habitantes de Tlalpan desde finales de los años treinta. Juan vivía con sus padres, mis abuelos Emiliano y Guadalupe, en la “Quinta Guadalupe”, en la esquina de las calles Coapa y Tesoreros, hoy colonia Toriello Guerra. Rebeca lo hacía en la “Quinta María”, sobre la calle Madero, a cuadra y media del Zócalo de Tlalpan, como se le decía al parque central del entonces todavía pueblo. Se casaron el 5 de octubre de 1944, en la iglesia de San Agustín de las Cuevas, en pleno centro del poblado. Así empezó todo.
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