A últimas fechas, mis columnas sabatinas en
Milenio
Diario, en especial las dos más recientes, han causado irritación, enojo y
reacciones insultantes y descalificadoras en varios lectores. Algunos me han
mandado incluso mensajes intimidatorios y llenos de infundios. Se trata en su
mayoría de simpatizantes lopezobradoristas que muestran un talante rabioso ante
todo aquel que ose tocar con el pétalo de una crítica a su amoroso líder. Ese
tipo de reacciones, sin embargo, no me son ajenas, porque en alguna época de mi
vida yo era muy parecido a esa clase de personas.
Ahora que
he seguido releyendo mis diarios de principios de los años setenta, continúo
encontrándome con un Hugo marxistoide, comunista, bolchevique y
antiimperialista hasta la náusea. Me sorprende leer el rencor con el cual
escribía a mis diecinueve años acerca de “los burgueses y los capitalistas”.
Era yo un cerrado admirador de la revolución cubana y de todo lo que estaba
dentro de la órbita soviética, al tiempo que aborrecía (con odio
revolucionario, habría dicho el Che Guevara) todo aquello que tuviera el más
ligero tufo a imperialismo yanqui. Criticaba a medio mundo, incluso a mis
amigos y parientes más cercanos, por su “ignorancia” acerca de la lucha de
clases. Era en ese aspecto un cuadrado de lo peor que seguía a la doctrina de
Marx, Engels, Lenin y hasta Stalin con fe religiosa. Creía firmemente en la
inevitable llegada del socialismo al mundo y, por supuesto, a México. Sobra
decir que era un acérrimo opositor a los gobiernos priistas y a sus “cómplices”
de otros partidos. Mi izquierdismo, pues, era maniqueo, inflexible, furibundo.
Trataba de
ver todas las películas cubanas, rusas, checas, húngaras que pasaban en los
ciclos de la naciente Cineteca Nacional o en el Auditorio Che Guevara (en esa
época era un pecado llamarlo Justo Sierra) de la Facultad de Filosofía y Letras
de la UNAM. Varias de las canciones que escribí en esos años tenían letras
militantes y mis ídolos eran Fidel Castro, Mao Tse Tung, Ho Chi Minh, el Che
Guevara… y Rius.
He aquí una
muestra de algunos de los libros que leí, con fervor revolucionario, tan sólo
en enero y febrero de 1974: La educación como práctica de la libertad y
Pedagogía del oprimido de Paulo Freyre, A un joven socialista mexicano de
Vicente Lombardo Toledano, Marx para principiantes y ¿Qué tal la URSS? de Rius,
¿Qué hizo el Che en México? de José Natividad Rosales, Ñacahuasú, la guerrilla
del Che en Bolivia de José Luis Alcázar, El diario del Che en Bolivia y Guerra
de guerrillas del Che Guevara,
Materialismo y método dialéctico de Maurice Cornforth.
En fin,
casi pura literatura de izquierda, mucha de ella panfletaria, y así fue
prácticamente desde 1968 hasta mediados de los años ochenta, en que empezó mi
desencanto respecto al llamado socialismo real y sus regímenes híper
represores. Sin embargo, jamás he dejado de ser un hombre de izquierda, aunque
algunos fanáticos ahora traten de descalificarme por cuestionar a alguien que
para mí no es en absoluto de esa tendencia política e ideológica, sino un
profeta del nacionalismo revolucionario más trasnochado, hoy recubierto con
delirantes tintes de amor y paz.
Pero esa es
mi opinión, subjetiva y personal, mía y de nadie más, una opinión que a nadie
trato de imponer y que me limito a expresar, algo que no entienden algunos,
quienes por un lado me desprecian por “reaccionario y derechista” y por el otro
no dejan de leerme con fruición. Sigo sin comprender por qué, si mi manera de
pensar les resulta tan insignificante e infecta, le dan tanta importancia y
hacen semejantes corajes al leerla. ¿Será una más de las contradicciones del
materialismo histórico?