lunes, 18 de marzo de 2024

Laura Mantecón y el primer juicio de divorcio en México

Si tuviéramos que hacer una lista de los cinco peores presidentes que ha padecido la República Mexicana en 200 años (recordemos que el primer jefe del poder ejecutivo, Guadalupe Victoria, fue elegido interinamente en octubre de 1824 y empezó a ejercer como presidente constitucional en abril de 1825), pocas dudas caben de que uno de ellos sería Manuel González, prototipo del militar más corrupto y atrabiliario convertido en político.

  Correligionario y compadre del general Porfirio Díaz, lo sustituyó en la silla presidencial para el periodo 1880-1884, luego de que Díaz ejerciera el mismo cargo en el cuatrienio anterior. Al terminar el periodo de González, el oaxaqueño se reeligió para permanecer en el cargo por varios lustros. Pero esa es otra historia.

  Porfirio Díaz puso a Manuel González en la presidencia porque sabía que le era leal y que le devolvería el puesto sin problema. Lo que no sabemos a ciencia cierta es si estaba consciente de la clase de personaje a quien le estaba cediendo por cuatro años el mando del país, aunque lo más probable es que sí lo sabía.


El manco de Tecoac

González era conocido popularmente con el sobrenombre de “El Manco”, debido a que durante la batalla de Tecoac, en Tlaxcala, como oficial del ejército porfirista que peleaba contra las tropas de Sebastián Lerdo de Tejada, recibió una grave herida de bala en el brazo derecho, el cual tuvo que serle amputado. Agradecido con su amigo, Díaz le dijo: “Compadre, gracias a usted hemos ganado y por eso será mi Ministro de Guerra”. Ahí empezó la carrera política del tristemente célebre militar.

  Para ese entonces, el nacido en la ciudad de Matamoros, Tamaulipas, en 1833, llevaba ya varios años de casado. Había contraído matrimonio en 1860, con una bella joven de la alta sociedad oaxaqueña de nombre Laura Fernández de Arteaga y Mantecón-Pacheco, doce años menor que él, con la que procreó dos hijos: Manuel y Fernando. Como parte de una pudiente familia de la ciudad sureña, Laura había sido educada de manera impecable y era una mujer inteligente y preparada. No obstante, también había sido formada bajo los preceptos más conservadores de la sociedad mexicana del siglo XIX, en los que la mujer debía mantener un comportamiento abnegado y sumiso frente al hombre.

  Las razones por las que aquella mujer “de estatura media, de formas muy femeninas, delgada, de ojos verde claro, de mirada ligeramente triste, labios sensuales y cuello y manos muy finas” (según la describe el escritor Manuel González Montesinos en la biografía que escribió sobre su padre) se casó con el más bien gris y poco atractivo oficial no son del todo claras, pero al hacerlo no sabía que estaba cometiendo el peor error de su vida.

  Desde el principio, Manuel no sólo demostró su poco interés por serle fiel, ya que era un hombre muy mujeriego, sino que también empezó a comportarse como un macho violento que la golpeaba sin el menor escrúpulo. Dado que en esos tiempos dicha conducta solía considerarse como algo “normal”, Laura soportó calladamente y por varios años aquel maltrato, con tal de salvaguardar “el sacramento” del matrimonio.


De la capital al rancho

Apenas se casaron, Laura y Manuel se fueron a vivir a la Ciudad de México, en una modesta vivienda de la calle de Mesones, en el actual Centro Histórico. El país vivía los embates de la Guerra de Reforma entre liberales y conservadores y González se inclinaba por los primeros que eran quienes en esos momentos detentaban el poder bajo la presidencia de Benito Juárez. 

  Dadas las malas condiciones económicas en que vivía en la capital, la pareja se mudó por un tiempo al norte y se instaló en la finca campestre de la familia de Manuel, en Tamaulipas. Laura se sentía contenta en el campo y gustaba de trabajar al lado de los peones, ataviada con pantalones y sombrero de hombre. Fue quizá le etapa más feliz del matrimonio, pero al estallar de nuevo la guerra, debido a la invasión francesa de 1862, Manuel González debió volver al ejército y retornaron a la Ciudad de México.  

  Durante los años de la guerra, Laura Mantecón (había decidido llevar ese apellido de entre los que tenía su largo nombre) se comportó como la mujer más leal y dedicada a su marido, prácticamente como una soldadera. Cada vez que Manuel fue herido o apresado, allí estaba ella a su lado. Paradójicamente, el hombre la trataba con desprecio y a la vez con celos, al punto de que en cierta ocasión, en medio del campamento liberal, llegó a gritarle que de seguro ella estaba ahí a fin de ver si él caía muerto y así poder sentirse libre para buscar a otro hombre.  

  Cuando la guerra contra los franceses y el fallido imperio de Maximiliano terminaron, con la victoria definitiva de los juaristas, la pareja se fue a vivir a una casa del barrio de Peralvillo. Para ese entonces, Manuel ya era un alto oficial del ejército, donde se había hecho amigo del coronel Porfirio Díaz, amistad que duraría largos años. Las condiciones parecían propicias para que al fin los esposos llevaran una vida estable y dichosa, pero sucedió todo lo contrario.


La mala suerte de la consorte

González no sólo se fue convirtiendo en un sujeto ávido de poder y riquezas, sino que su comportamiento machista se acrecentó de manera monstruosa. Cuando su compadre Porfirio (Díaz fue padrino de bautizo del segundo hijo de la pareja) logró llegar a la presidencia de la república en 1876, Manuel fue escalando cargos públicos y eso lo hizo sentirse impune en todos sentidos. Su matrimonio dejó de importarle por completo y empezó a sostener relaciones con mujeres “de la vida alegre” y con las hijas de algunas familias de estirpe, con las que incluso tuvo hijos que reconoció abiertamente. 

  En su libro La suerte de la consorte (2001), la escritora Sara Sefchovich cuenta que de la manera más cínica, el ya general González no sólo sostenía varias relaciones simultáneas, a las que juraba (a cada una) lealtad total,  sino que incluso llevó a algunas de aquellas mujeres a vivir a la casa familiar en Peralvillo. Como Laura protestara ante semejantes humillaciones, Manuel optó por mandarla a vivir con los niños a Cuernavaca, con la orden de no regresar a la capital a menos que él se lo mandara.

  En la capital morelense, la esposa fue prácticamente abandonada, ya que González a veces se olvidaba de mandarle dinero. No pudiendo soportar la situación, a las pocas semanas ella regresó con sus hijos, pero Manuel no le permitió entrar a su casa y la envió a vivir a una vivienda miserable de Tacubaya. Mientras tanto, él se daba la gran vida. Sus orgías y francachelas en los prostíbulos más lujosos de la capital eran del dominio público e incluso se supo que mando traer de Europa a dos cortesanas francesas, una inglesa y otra más de origen caucásico, a la cual instaló en una hacienda que había comprado en Chapingo.

  A pesar de su conducta y de su mala fama, en 1880 sucedió a su compadre Porfirio en la presidencia de la república y su poder se hizo prácticamente omnímodo. Fueron cuatro años de abandono casi total para Laura, quien nunca figuró como primera dama. De hecho, a lo largo de su cuatrienio, Manuel González vivió en la mansión de Peralvillo con otra mujer.


La lucha por el divorcio

En 1885, una vez terminado el periodo de “El Manco” y con Porfirio Díaz reelecto por primera vez como presidente, Laura Mantecón tomó una decisión tan valiente como insólita para aquellos tiempos: pedir a la justicia su divorcio de Manuel.

  Dado que era una mujer estudiosa, apoyada en los derechos que le otorgaba el Código Civil promulgado en 1870, ella misma se encargó de redactar a mano la demanda de separación legal. Tenía argumentos de sobra para exigirla y anotó todos y cada uno de ellos en el largo documento, en el cual detallaba los malos tratos, los golpes y las humillaciones que había sufrido por parte de su esposo.

  Pero las condiciones estaban en su contra, ya que durante el último año de su mandato, González había puesto los bienes conyugales a su nombre, además de realizar varios cambios en el Código Civil. Se trataba de modificaciones destinadas a afectar a todas aquellas mujeres que quisieran defenderse de los abusos de sus maridos, beneficiando a estos.

  Aun así, ella presentó la demanda de separación ante la Segunda Sala del juzgado civil y al hacerse público, provocó un gran escándalo. Era la primera vez que una mujer solicitaba esa medida en México. Fue un caso muy sonado en el que Laura lo intentó todo contra un hombre que no sólo era rico y poderoso, sino también el compadre favorito del presidente de la república.


Pelear contra lo imposible

A sus 40 años de edad, la mujer peleó contra todo eso y contra una opinión pública conservadora que veía con malos ojos que una mujer se atreviera a algo “tan indecente” como demandar a su marido. En la prensa llegó a publicarse que lo que ella intentaba era “provocar, fomentar y utilizar el escándalo para desprestigiar a su esposo y dar armas a sus opositores para atacarlo”.

  Manuel hizo todo por hundirla: la corrió de su casa, le arrebató a sus hijos, le quitó la manutención y la difamó públicamente. Para colmo, no hubo abogado alguno que aceptara defenderla, Ni siquiera pudo conseguir a alguien que atestiguara a su favor, incluso dentro de su familia. Con alguna esperanza, se entrevistó con el presidente Díaz, quien la estimaba y también era su compadre, pero este se negó a apoyarla y le aconsejó que desistiera en su demanda. Con el juez comprado por Manuel González, recurrió a la Suprema Corte de Justicia. Todo inútil: el divorcio le fue negado sistemáticamente.

  Para subsistir mientras se desarrollaba el proceso, Laura fundó una pequeña escuela primaria, pero los profesores que contrató fueron acosados por la policía y terminaron renunciando. Entonces trató de poner una casa de huéspedes, pero por las mismas razones tampoco tuvo éxito. Acosada y mal vista, optó por emigrar a Estados Unidos para estudiar medicina homeopática. Sin embargo,  a su regreso a México no pudo ejercer su profesión, pues las mujeres no tenían permitido hacerlo. Como última posibilidad, se dedicó a coser ropa para damas y a venderla en un modesto local que no tardó en ser clausurado por las autoridades. Estaba en la miseria. Sus hijos, jóvenes militares ambos, le ofrecieron ayudarla económicamente para que no pasara hambre, pero ella no aceptó, argumentando que la manutención que le correspondía debía venir de su demandado.

  Laura Mantecón falleció pobre y abandonada en diciembre de 1900, a los 55 años de edad. Como nunca consiguió el divorcio, legalmente siguió estando casada con Manuel González, quien murió siete años antes que ella, en 1893. Ironías de la vida: según la ley, doña Laura pereció como viuda y no como divorciada del hombre que tanto mal le hizo. Es cierto que no pudo lograr que se le hiciera justicia, pero su lucha y su negativa a claudicar sembraron la semilla para que el divorcio se convirtiera finalmente en un derecho establecido y pleno. Sus restos descansan en el panteón de Dolores, en Ciudad de México.


(Texto para el sitio del Archivo Casasola)