jueves, 17 de enero de 2013

Una cena con Alejandro

Alejandro.
Fuimos los mejores amigos en la infancia. Vecinos de cuadra en la calle Magisterio Nacional, a dos cuadras del centro de Tlalpan. Compañeros de primero a cuarto de primaria en el inefable colegio "Hernán Cortés". Compañeros en la clase de inglés de la Miss Arnold durante un lustro. Fanáticos de la música desde los doce años de edad (ambos nacimos en marzo de 1955), seguidores de los Monkees (nostra culpa) y luego de los Beatles. Cómplices en nuestra afición por mirarles las piernas a las mujeres (verles los ligueros de las medias era nuestra máxima y emocionante meta).  Dejamos de vernos a principios de los setenta y sólo nos reencontramos una vez, en diciembre de 1988, cuando presenté mi libro Más allá de Laguna Verde y él asistió a los jardines de Editorial Posada, en la calle de La otra banda en Tizapán, San Ángel. Es decir que durante cerca de cuatro décadas sólo nos vimos, brevemente, una vez, y de ello hace poco más de veinticuatro años. Hasta hoy en la noche, en que fui a su casa de Tlalpan (la misma donde vivía cuando nos conocimos, en 1960 o 61, invitado por él, mi amigo Alejandro González Rubín, y por su esposa Norma, a quien no conocía.
  Fue una noche muy agradable, de múltiples recuerdos y que mucho tuvo de viaje al pasado. Su familia es muy hermosa (además de Norma, conocí a sus hijos María José y Alejandro, ambos veinteañeros). Tambien estaba el novio de Marijose. Todos muy amables (al llegar yo, antes de abrirme la puerta, Alejandro me preguntó si le tenía miedo a los perros, cosa que me llenó de espanto porque más que miedo les tengo pavor, en especial a los perros bravos caseros; sin embargo, cuando me abrió, conocí a Matías, un hermoso y noble golden retriever que me hizo recordar al bóxer que vivía ahí cuando éramos niños: el Iru, quizás el can que más he querido en mi vida).
  Charla muy amena y cálida, cena muy rica y una buena cantidad de remembranzas sobre familiares y amigos, algunos que ya no están y otros, como nuestro mutuo camarada Gerardo Aguayo, de quien no volvimos a saber cosa alguna luego de que se fuera a vivir a Guadalajara a finales de los sesenta.
  Pasadas las once, Alejandro me dio un aventón a Insurgentes, donde alcancé el metrobús. Llegué aquí a punto de dar la media noche.
  Una velada realmente grata y plena de afecto.

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