“We always did feel the same,
We just saw it from a different point of view,
Tangled up in blue”.
Cuando hace tres años Jack White grabó su primer álbum como solista, el magnífico Blunderbuss (2012), mucha gente comentó con cierta admiración que se trataba de un disco conceptual alrededor del tema del divorcio, de la separación de pareja, y para algunos resultó una verdadera novedad.
Sin embargo, dicha temática tiene un grandioso antecedente, un disco fuera de serie grabado hace exactamente cuarenta años por uno de los músicos y compositores más importantes del siglo pasado y lo que llevamos de este: Bob Dylan.
En efecto, a principios de 1975 apareció Blood on the Tracks, uno de los mejores trabajos de Dylan no sólo hasta ese momento, sino de su discografía toda. Se trata de una obra del mismo tamaño de clásicos como The Freewheelin’ Bob Dylan (1963), Highway 61 Revisited (1965), Blonde on Blonde (1966) o Nashville Skyline (1969) y, al igual que estos, contiene composiciones hoy legendarias, con el extra de que son piezas cuyas letras se refieren a un solo asunto: el rompimiento conyugal. Porque una cosa es escribir canciones acerca de los fracasos amorosos (hay millones de melodías que hablan de ello) y muy otra es referirse concreta y pormenorizadamente al deterioro, los conflictos, las heridas de guerra de dos personas que estuvieron legalmente casadas. De eso reflexiona Blood on the Tracks, más que de los temas sociales, políticos o cotidianos en los cuales se había inspirado el autor hasta entonces para escribir sus letras. Ya no se refería a cuestiones que observaba y cuestionaba desde cierta distancia, para transformarlas en largas crónicas poéticas y musicales, sino de inquietudes y dolores que provenían de su propio interior, de su yo más íntimo y de su entorno inmediato.
En este cambio de enfoque como creador mucho tuvo que ver Norman Raeben, un inmigrante ruso de 73 años con el que Dylan comenzó a tomar clases de pintura en 1974 y quien le enseñó la importancia de saber externar, en toda manifestación artística, los sentimientos más profundos, en lugar de mantenerlos guardados. Bob aprendió entonces a enfocar su creatividad de una manera consciente y esto lo trasladó a sus composiciones que se volvieron de inmediato más personales.
En esos días, el músico estaba pasando por una difícil situación sentimental con su esposa Sara Lownds. Su matrimonio se encontraba a la deriva y él se enamoró de Ellen Bernstein, una atractiva ejecutiva de Columbia Records, su antigua casa discográfica, a la que había abandonado para hacer dos discos con la disquera Asylum (el Planet Waves y el Before the Flood, ambos de 1974). Ellen lo convenció no sólo de regresar a Columbia, sino que lo enamoró y él ya no pudo separarse de ella. Fue esta la gota que derramó el vaso de la relación con Sara, quien no sólo no entendía que su marido la dejara por una mujer más joven, sino también los cambios que estaba sufriendo en su forma de ver la vida y de hacer sus canciones. Sobra decir que tampoco comprendió el sentido de las letras de Blood on the Tracks: “Jamás supo de qué hablaba yo, qué era lo que pensaba, y no supe explicárselo de modo alguno”, confesaría tiempo después Dylan en una entrevista para The Dallas Morning News.
Blood on the Tracks es un álbum triste, melancólico, de una belleza calma pero engañosa. Hay mucho dolor en esas letras y aunque la música no es necesariamente atribulada, no deja de haber en ella un dejo de pesadumbre.
Inicialmente, Dylan grabó el disco en apenas tres días. En Columbia estaban felices y se aprestaban a imprimir medio millón de copias para que apareciera a principios de 1975. Pero sucedió algo inesperado: Bob le mostró las grabaciones a su hermano, David Zimmerman, y éste las escuchó con ojo clínico y oído crítico. Le dijo que no podía sacar el LP así y que varias de las piezas deberían ser regrabadas. Robert asintió y detuvo todo el proceso, para escándalo de los ejecutivos de la disquera. Se encerró entonces con tres músicos prácticamente desconocidos de su natal Minnesota, amigos de su hermano, y volvió a grabar cinco de los temas. La decisión valió la pena: si uno escucha las versiones originales (están en la serie The Basement Tapes) y las compara con las que regrabó, éstas salen ganando por mucho. Los nuevos músicos no aparecen en los créditos de portada, pero vale la pena mencionarlos: Kevin Odegard, Billy Peterson y Bill Berg.
Las diez cortes que conforman a este Sangre en las huellas son de una perfección artística asombrosa. Joyas como “Tangled Up in Blue”, “Idiot Wind”, “Meet Me in the Morning”, “Shelter from the Storm” o “Simple Twist of Fate” son absolutas maravillas, clásicos imperecederos de la obra dylaniana.
Cuarenta años de un disco que no ha envejecido un ápice.
(Publicado hoy en la sección "El ángel exterminador" de Milenio Diario)
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