Titino, el de Don Carlos
Por alguna extraña razón, cada vez que uno cuestiona al rock que se hace en México, la respuesta de mucha gente es: “tienes razón, pero Café Tacuba sí es muy bueno”. Existe una especie de mito alrededor de este grupo de Ciudad Satélite (of all places), un mito que lo hace aparecer como la más grande expresión que el rock de este país ha dado al mundo. Y no hay vuelta de hoja. No hay matices. Son buenos porque son buenos. Y ya. Sin discusión alguna. Y sin embargo…
Temo no compartir esa opinión tan generalizada. La primera vez que escuché al cuarteto, a cuyos integrantes la prensa especializada (es un decir) denomina “los tacubos” -o peor aún: “los tacvbos”, como si la v labiodental sonara igual a la vocal u (qué cursis)-, mi reacción inmediata fue de rechazo. La canción era “Ingrata” y de golpe me pareció una mala imitación de Los Xochimilcas. La voz del cantante, que en ese entonces se hacía llamar Anónimo (disculpen si me falla el dato, nunca he logrado discernir a cuál época del grupo corresponde cuál sobrenombre de quien originalmente se llama –creo- Rubén Albarrán), me resultó terriblemente desagradable. No podía entender (y sigo sin entenderlo) cómo un timbre tan chillonamente irritante podía ser considerado algo grato. Cierto que en el rock las voces bellas no son requisito. Bob Dylan canta feo. Muchos vocalistas de punk o de heavy metal igual. No obstante, la vocecita de Albarrán es tan repelente que de verdad no alcanzo a explicarme todavía su plena aceptación. Y aparte de todo estaba la pose.
Café Tacuba pertenece a la misma generación del llamado boom del rock hecho en México que surgió a finales de los ochenta y principios de los noventa y que vio surgir a agrupaciones como Caifanes, Maldita Vecindad, Fobia y Santa Sabina, entre varias más. Se trataba del advenimiento de músicos provenientes de la clase media y de las escuelas activas, con una ideología progre, izquierdosa y políticamente correcta, jóvenes que por entonces frisaban los veinte años de edad y que no habían vivido en carne propia la etapa oscura del rock nacional, la era post avandariana de los hoyos fonquis, la persecusión de los roqueros por las autoridades, la falta de oportunidades en los medios y, por último, la marginación del género en la periferia de las ciudades.
Gracias a una sorpresiva apertura que se dio (extraña paradoja) al iniciar el gobierno de Carlos Salinas de Gortari y que vio en el rock en español un negocio rentable, las puertas de las compañías disqueras y de los medios de comunicación –sobre todo los electrónicos- se abrieron para una serie de grupos que nada tenía que ver con los greñudos feos, prietos y de aspecto autóctono que tocaban y siguen tocando en Neza, Tlalnepantla, Ecatepec, Pantitlán o Iztapalapa. Eran los niños bonitos, egresados de escuelas como el Colegio Madrid o el Luis Vives, quienes arribaban a la escena con un rock menos tosco, menos burdo, menos grosero, más aceptable para las buenas conciencias (de izquierda, de derecha y de centro) y que les permitió entrar incluso a los programas de televisión más comerciales, como el sempiterno Siempre en Domingo que conducía Raúl Velasco o las emisiones nocturnas que encabezaban Verónica Castro, Daniela Romo o Ricardo Rocha. Muchos pensaron que ese boom sería eterno y que aquel rock había llegado para quedarse. Finalmente, sólo algunas bandas lograron quedar colgadas de la brocha, entre ellas Café Tacuba.
¿Por qué ese grupo despierta tanta consideración e incluso tanta veneración entre la masa que escucha rock en español y no sólo en México? ¿Por qué cuatro músicos más bien medianones son para mucha gente la manifestación máxima del arte lírico que se hace en este país? ¿Por qué se toma tan en serio a cuatro individuos que, al más puro estilo heredado de Menudo y Timbiriche, se hacen llamar Meme, Quique, Joselo y todos los apodos de su chirriante primera voz? ¿Por qué se considera como obra cumbre a una serie de discos y canciones irregulares y en su mayor parte olvidables?
Hay aquí una clara sobrevaloración alimentada por la publicidad y la prensa dócil, por la falta de una crítica que no tema perder canonjías y privilegios, por el exceso de plumas que prefieren lanzar elogios desmedidos a diestra y siniestra y callan lo que sus autores en verdad piensan.
Café Tacuba es un buen grupo a secas. Bueno a nivel nacional o inclusive a nivel de los países de habla hispana. En otras naciones puede funcionar como mera curiosidad folcloroide. ¿Tiene buenas composiciones? Sí. ¿Ha logrado convertirse en un buen espectáculo en concierto? Sí. ¿Es capaz de realizar arreglos interesantes a las canciones de otros? Sí. ¿Ha producido buenos videoclips? Sí. Pero nada más. Quererlos presentar como genios de la música es una tomadura de pelo, un anzuelo que sólo se pueden tragar quienes carecen de un bagaje musical suficiente como para estar en la posibilidad de comparar, de discernir y de separar los diamantes auténticos de los diamantes falsos.
(Texto de mi autoría, publicado en diciembre de 2004, en la sección "Vacas sagradas" de La Mosca en la Pared No. 88, bajo el seudónimo colectivo de Goyo Cárdenas Jr.)
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