Estoy nervioso. Mucho. Al caminar, siento como si mis piernas se hubiesen aflojado y pudieran doblarse en cualquier momento. Pero debo mantenerme sereno o fingir que lo estoy. Porque aunque para ellos dos también es su primera vez, se ven muy tranquilos y sus bromas los muestran como dos tipos experimentados y de más edad que la mía. Porque, sí, son mayores. Gerardo me lleva dos años y Víctor es cuando menos seis meses más grande. Sin embargo, en este momento me siento como un bebé, como un niño imberbe e inerme; no sé qué tan listo estoy como para enfrentarme a mi primera vez.
Mi primera vez, mi primera vez. ¿Cuántas primeras veces he tenido ya y cuántas me faltan por delante en lo mucho que me queda de vida? Porque yo espero vivir bastantes años. Ochenta por lo menos. Ahorita tengo catorce, pero dentro de quince días cumplo quince… y, a decir verdad, no he tenido aún las suficientes primeras veces.
Bueno, no sé si cuenten como tales la primera bocanada de aire que di al salir del vientre de mi madre o la primera vez que bebí leche de su pecho o mi primer cambio de pañales o mi primer cumpleaños. Esas no son primeras veces que uno elija. A todos les pasan. Tampoco cuenta mi primer día en el jardín de infantes (del cual sólo recuerdo que no lloré como hacían otros niños y niñas a quienes miraba asombrado y sin entenderlos). ¿La primera ocasión en que mi papá me llevó a un partido de futbol? No, él me llevó porque quiso (y la pasé muy bien, a decir verdad). ¿El primer diente que se me cayó? No. ¿Mi primera enchilada con un maldito habanero que me hizo llorar de dolor? Tampoco. ¿Mi primer domingo? Fue estimulante, pero de algún modo era una obligación de mis padres dármelo. ¿Mi primera comunión? ¡No, menos! ¿El primer libro que leí? Vale, ese sí lo elegí yo y podría contar: Las aventuras de Tom Sawyer de Mark Twain. Maravilloso y divertidísimo.
Ya sé: la primera niña de la que me enamoré. Aunque en este caso no sé si yo quise enamorarme de ella o ella supo emplear sus indiscutibles encantos para hacerme caer como un idiota. Digo caer, literalmente. Fue en el mismo jardín de niños. Elenita se llamaba. Era la chiquilla más bonita de todo el kínder. Al menos eso recuerdo, porque de sus facciones, su cabello, su cuerpecito, no guardo la menor memoria. Sólo sé que se llamaba Elenita y que un día que iba yo corriendo por un pasillo, me metió el pie y me hizo caer en el pavimento. Sé que una rodilla sangró y la otra quedó toda raspada… y que lloré. Como no lo había hecho en el primer día de clases.
Pero esta primera vez que voy a experimentar dentro de algunos minutos supera a cualquier otra. Porque es algo prohibido. Porque si mis papás se enteraran, me castigarían un año sin salir o me meterían a un internado. Porque transgrede la ley.
De pronto llegamos.
–Ahí está el cuartito –dijo Gerardo.
–Poca madre –completó Víctor.
Yo me limité a sonreír y me puse más nervioso todavía. Tanto que apreté contra mi pecho la bolsa del súper llena de frituras que cargaba.
Habíamos cruzado un amplio jardín en la casona de los primos de mi primo. Ah, porque Gerardo es mi primo hermano por el lado de mi papá y sus primos, los de la casona, son primos suyos por el lado de su mamá. Sí me entendieron, ¿verdad?
–Aquí traigo la llave –dijo Gerardo.
–Poca madre –completó Víctor, quien no es mi primo y tampoco es primo de mi primo. Es un amigo suyo que siempre anda con él.
Por afuera, el cuarto se veía muy chiquito e insignificante. Estaba situado hasta el fondo de la propiedad y en algún tiempo se usó para guardar herramientas. Hasta que uno de los primos de mi primo lo adoptó como club para él y sus amigos.
Por dentro, las cosas cambiaban. Parecía bastante más grande que por afuera y estaba decorado de manera increíble. Carteles de Nirvana, Temple of the Dog, Mother Love Bone, Pearl Jam y otros grupos de la escena grungera cubrían las cuatro paredes, mientras que del techo de lámina acanalada colgaban un par de lámparas con pantallas medio sicodélicas. Me sentí encantado. El piso estaba cubierto por una mullida alfombra y me senté con las piernas cruzadas, al tiempo que miraba cada detalle con fascinación.
Gerardo cerró la puerta y puso el seguro.
–Mejor así, no vaya a venir uno de mis tíos y nos cachan.
–Poca madre.
Había un aparato de sonido impresionante. Las lámparas daban una media luz que resultaba perfecta. Mis nervios seguían ahí, pero embargados por una emoción deliciosa.
–¿Trajiste los discos, Vic? –preguntó Gerardo.
–A huevo –respondió el otro, quien tomó el morral que colgaba de su hombro y sacó cuatro compactos.
Mi primo los revisó uno a uno.
–Poca madre –dijo (Gerardo, no Víctor).
Me los pasó para que yo los viera.
–Escoge uno, tú eres aquí el experto.
Los tomé en mis manos y los miré con asombro.
–Una amiga que fue al Gabacho me los acaba de traer –me comentó el orgulloso dueño de aquellas maravillas.
In Utero de Nirvana, Vs. de Pearl Jam, Badmotorfinger de Soundgarden, todos compactos recién salidos en aquel 1993. Me sentí bien por haber llevado mi holgada y desfajada camisa de franela de cuadros verdes con líneas negras. Entonces llegué al cuarto disco y lo miré con curiosidad.
–A éstos no los conozco.
–¿No conoces a Blur? –exclamó Víctor y me miró como quien mira a un alienígena tuerto.
–No, ¿quiénes son? –inquirí con un dejo de vergüenza ante mi ignorancia.
Me lo arrebató casi ofendido y lo acarició con amor.
–Para mí, la mejor banda del mundo.
–¿Son de Seattle también?
–¡No mames! ¡Ya quisieran en esa pinche ciudad lluviosa tener a un grupo como éste!
–¿Entonces de dónde son?
–¡Ingleses, de Colchester!
Yo ni idea tenía de dónde era Colchester, pero no podía quedarme callado.
–Seguro también es una pinche ciudad lluviosa.
Mi primo Gerardo no había participado en la discusión, atento como estaba en liar aquel cigarro.
–Listo. Ya déjense de mamadas y pongan la musiquita.
Víctor fue hacia el estéreo, sacó cuidadosamente el disco de aquel grupo y me pasó la cubierta.
Modern Life Is Rubbish era el título del álbum. Me gustó la portada, en la que se veía a una poderosa locomotora a toda velocidad sobre una vía, al tiempo que lanzaba mucho humo. El cielo se veía nublado y verdoso. Tal vez era otra la tonalidad, pero con tan poca luz no podía discernir bien.
Comenzó a sonar la primera canción. Leí que se llamaba “For Tomorrow”. Sonaba bien. Armonías cortadas. Un ritmo seco. Me hizo pensar en los Kinks. Era diferente, nada que ver con el grunge ciertamente. Complacido, saqué de la bolsa del súper un paquete de Doritos, lo abrí y me comí dos de un bocado.
–Me gusta –dije sonriente y con la boca llena.
De pronto, vi que Gerardo encendía un cerillo y lo llevaba a su boca para prender el cigarro. La discusión con Víctor y la novedad del disco de Blur me habían hecho olvidar por un instante la razón de nuestra estancia en aquel cuarto.
–Entonces tengo que aspirar y tragarme todo el humo, ¿verdad?
–Exacto, eso es lo que me dijo el cuate que me la vendió.
Desde mi lugar, vi cómo mi primo aspiraba profundamente. En ese momento, un miedo muy fuerte me invadió y traté de disimularlo. Puse mis ojos en la contraportada del disco. “Advert” se llamaba la segunda pieza. Sonaba simpática.
–¡Perfecto, carnal! –dijo Víctor al recibir el pitillo con el índice y el pulgar de su mano derecha.
–¿Todo bien, primo? –me preguntó con calidez Gerardo, a lo que respondí con un leve movimiento afirmativo de cabeza y una sonrisa estúpida.
Víctor aspiró como un experto, lo cual me hizo sospechar que aquello de que era la primera vez que fumaba marihuana era puro cuento.
–Vas, manito –me dijo, al tiempo que me ofrecía el informe cigarrito.
Tragué saliva y estiré la mano. Me di cuenta de que estaba temblando.
–Tranquilo, no pasa nada. Estás con tus brothers –trató de calmarme el otro.
Acerqué el porro (como había leído que le decían en una novela española de detectives) a mis labios y traté de succionar. Mi falta de experiencia incluso para fumar tabaco hizo que no jalara nada hacia adentro.
–Así no, güey –me regañó Víctor con enfado.
–Hazle como le hice yo –intercedió mi pariente.
El segundo intento fue más digno y me tragué aquel humo. El sabor que invadió mi garganta me pareció tan amargo como desagradable, pero me contuve y pude evitar incluso un acceso de tos que hubiera resultado la mar de penoso.
El cigarro dio una vuelta más y yo regresé a mi lugar. Ya habían pasado dos o tres canciones del disco. Me fijé en la que estaba. Su título era “Blue Jeans”. Pensé en David Bowie. Me quedé con el disco en la mano hasta que empezó la siguiente, “Chemical World”. Me sonó muy bien desde el principio. Dejé la cajita de plástico duro, me recargué en la pared y cerré los ojos. No sentía nada, ningún efecto extraño. Me concentré en la melodía. Realmente era bonita.
–¿Cómo te sientes, primo? –me preguntó Gerardo.
–Normal…, ¿y tú?
–No, pues… Yo ya empiezo a sentir cosas –respondió al tiempo que se reía.
–¡Poca madre! –complementó el otro.
Me acerqué al aparato y repetí la canción. Por alguna razón, esa “Chemical World” me había gustado. Creo que ellos ni cuenta se dieron de que volví a ponerla.
Regresé a mi posición inicial. Pensé que quizá la yerba no me haría efecto. Casi sin darme cuenta, empecé a mover los dedos de mi mano derecha sobre el suelo, como si lo hiciera sobre un teclado. Entonces sentí que en mi mente veía a mis dedos, pero los veía negros y terriblemente flacos. Me di cuenta de que se movían independientemente de mi voluntad, que eran autónomos, y hasta temí que en un momento dado quisieran irse por su lado y abandonarme. La sola idea me dio mucha risa y empecé a carcajearme sin control.
–¿Qué te pasa, güey? –me dijo Gerardo, atacado por la hilaridad también.
Abrí los ojos, lo miré y escuché mi voz al contestar, pero como si fuera una voz ajena.
–No lo sé, cabrón…, pero… veo borroso.
Los tres entonces nos revolcamos de risa.
(Cuento que escribí para el libro de relatos Blur, amor y paranoia en los 90, editado en marzo de 2014 por la revista Marvin)
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