Suelo ser una de esas personas a quienes todo les resulta al revés. Esto puede ser bueno o puede ser malo, todo depende. Así, por ejemplo, mi única experiencia con un agente judicial fue paradójica y kafkianamente positiva. No tengo motivo de queja.
Me explico:
Las cosas sucedieron hará unos tres años. Mi amigo Fernando Rivera Calderón y quien esto escribe decidimos visitar "La feria del disco", una gigantesca bodega donde se expendían discos al mayoreo y que por esos días se encontraba en la calle de Matamoros, en pleno Peralvillo. Íbamos en el carro de Fernando y al llegar por Reforma Norte y dar vuelta a la derecha, nos topamos con un lugar para estacionarnos, cosa que hicimos sin problema. Mala decisión: apenas nos disponíamos a bajar del coche, cuando nos cayó un tipo con el ofrecimiento de cambiar los hules a los vidrios.
-Ire, jefe. Los que trae ya están muy jodidos. Se los dejo como nuevos y bien baras.
La primera reacción fue la de negarnos, pero ante la insistencia del machacante hulero, Fernando terminó por preguntar el precio, muestra de debilidad que el otro aprovechó para encajarse de lleno.
-Cincuenta varos, patrón. Pero hecho mejor que en una agencia.
La verdad es que los hules de su carcacha ya eran una calamidad y mi amigo acabó por ceder. El hulero llamó a dos de sus subalternos y comenzaron a realizar una labor que, según ellos, les llevaría menos de media hora. Sin embargo, bajo un sol inclemente debimos esperar cerca de dos horas para que los dichosos hules quedaran colocados. Fue entonces que sucedió lo inesperado. A mí, la verdad, desde un principio aquellos tipos me habían dado mala espina. Había en los tres un no-sé-qué de torvo y malévolo que me hizo desconfiar. Pero dada mi inequívoca posición de izquierdista creyente en la bondad intrínseca del pueblo explotado, mi conciencia progre y políticamente correcta me reconvino, para acusarme de pequeño burgués y clasista. ¿Cómo podía dudar de las buenas intenciones de esos integrantes de la clase trabajadora? ¿De qué me habían servido mis lecturas setenteras de los grandes clásicos del marxismo-leninismo? ¡Por las barbas de Federico Engels! ¿Acaso no recordaba que las masas eran la salvación futura de la humanidad?
-Son cuatrocientos cincuenta pesos, jefe.
Fernando y yo nos quedamos fríos. ¿Cómo que cuatrocientos cincuenta pesos? Si entre los dos no juntábamos ni trescientos.
-Oiga, pero usted dijo que eran cincuenta -protestó con tono inseguro mi amigo.
-¡Nel! ¡Cincuenta por metro! ¡Y fueron más de nueve del puro hule, sin contar el pegamento!
La situación era de emergencia. Estábamos en hostil territorio enemigo. Nuestro inocultable aspecto de clasemedieros nos evidenciaba como pinchesriquilloshijosdesuchingadamadre y eso empeoraba las cosas. Para colmo, Fernando se dejó llevar por la parte más inoportuna de su temperamento.
-¡Ni madres! Usted dijo cincuenta y yo le pago cincuenta, ni un centavo más!
Oh oh. Las circunstancias se agravaron y poco a poco comenzamos a ser rodeados por una docena de huleros ostensiblemente armados de peculiares herramientas y simpáticas varillas afiladas.
-¿Qué onda, carnal?
-Pus aquí el chavo que se quiere pasar de listo y no piensa pagar.
Mi natural espíritu conciliatorio me hubiera llevado a buscar una solución negociada, pero estaba paralizado por el miedo y un sudor frío descendía por mi espalda, mientras mis piernas temblaban sin el debido control. Para colmo, me había quedado mudo. No así Fernando que seguía montado en su macho y comenzó a tutear al embravecido hulero, incrementando con ello la oprimente atmósfera.
-Ya te dije, te doy lo que quedamos al principio: cincuenta pesos.
-¿Y qué creíste: "a éste ya me lo chingué"? Pus ora pagas porque pagas, cabrón.
Todo se veía perdido y la madriza parecía inminente, cuando por una de esas cosas que nos depara el destino, volví la cara y vi un auto que pasaba perezoso, a escasos metros de nosotros. Asomado por la ventanilla derecha, un sujeto enorme y de fornida obesidad, con característicos lentes negros y facciones de piedra, nos miraba inexpresivo. En otra situación, el hecho me habría obligado a manchar mis truzas Rimbros talla cuarenta, pero en ese instante fue como divisar a un ángel salvador. De inmediato fui hacia él y perdí la mudez. Le conté todo, con la actitud de un niñito desamparado ante un padre omnipotente. El tipo se bajó del vehículo y comprobé su volumen descomunal. Los envalentonados huleros recularon al verlo y dieron su versión de los hechos. De pronto, el gigantesco agente judicial se convirtió en una especie de rey Salomón y ambos bandos aguardamos expectantes su inapelable fallo.
-Súbanse a su carro y váyanse -nos dijo.
Fernando entregó el billete de cincuenta pesos al malencarado cuanto impotente hulero y nos trepamos al coche ipso facto (es decir, hechos la madre). Huimos de Peralvillo sin mirar atrás, como quienes vuelven a nacer: pálidos, desencajados, pero a fin de cuentas sanos y salvos. El judicial nos salvó en forma providencial y yo comencé a dudar, muy seriamente, de mis certezas marxistoides.
(Publicado por allá de 2000 o 2011 en la revista cultural Tlaxcala. La anécdota que narro debe haber sucedido en 1997 o 1998, según recuerdo).
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