Pocas canciones nos hacen llorar tanto a los mexicanos como "Las golondrinas". Algo tiene esa composición del veracruzano Narciso Serradel Sevilla (1843-1910) que nos pone a chillar cuales simples seres cursis y sentimentaloides.
"Las golondrinas" son parte del ADN nacional, tienen un importantísimo sitial en nuestra idiosincracia, las traemos en la sangre desde hace décadas y basta que empiecen a sonar sus primeras notas para que la piel se nos ponga de gallina, se nos haga un nudo en la garganta, se nos aflojen las coyunturas y nos empiecen a brotar las lágrimas.
Pocas imágenes ejemplifican mejor esto que la escena en la película México de mis recuerdos (Juan Bustillo Oro, 1943) en la que "el pueblo de México" va a despedir a Porfirio Díaz cuando el depuesto presidente se embarca en el Ipiranga, anclado en el puerto de Veracruz, para alejarse por siempre del país y asilarse en París. Ahí está don Susanito Peñafiel y Somellera, interpretado por el gran Joaquín Pardave, enjuagando los lagrimones con su pañuelo, mientras a su alrededor todos gimen al ver a don Porfis y a su Carmelita agitar las manos desde el barco, en el último gesto del adiós. Mientras tanto, no sólo suenan "Las golondrinas" sino que todos los ahí presentes las cantan emocionados, como si del Himno Nacional se tratara.
En lo personal, recuerdo "Las golondrinas" que nos tocaron el día en que terminé la primaria, en 1966, en el colegio Espíritu de México, en Tlalpan. Debo confesar que no sólo no me hicieron llorar, sino que ni siquiera me conmovieron, a pesar de que mi madre me conminaba a ello. Yo sólo quería echar relajo con mis compañeros de sexto, a sabiendas de que a muchos de ellos, ¡ay!, no los volvería a ver más.
Las golondrinas.
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