Siempre digo que mi película favorita de François Truffaut es El hombre que amó a las mujeres (L'homme quie aimait les femmes, 1977); sin embargo, como conjunto, lo que más me embelesa del realizador es la saga de Antoine Doinel, compuesta por cinco cintas que el francés fue haciendo a lo largo de su espléndida carrera cinematográfica: Los 400 golpes (1959), Antoine y Colette (1962), Besos robados (1968), Domicilio conyugal (1970) y El amor en fuga (1979).
Besos robados (Baisers volés) es una maravilla, una obra cuya manufactura hasta podría parecer amateur (por supuesto que no lo es), una comedia ligera pero llena de guiños y referencias que la hacen mucho más profunda de lo que parece a simple vista. Llena de sensibilidad y frescura, de una sutil y muy particular ironía, la película refiere las aventuras amorosas y laborales de un Doinel a sus veintidós o veintitrés años, quien salta de trabajo en trabajo -empieza como empleado de mostrador de un pequeño hotel parisino, lo corren y se convierte en improvisado y cómico detective privado y termina trabajando en una zapatería para mujeres- y de mujer en mujer -de algunas bellas y despreocupadas prostitutas a su ex novia Christine y a la esposa guapa del dueño de la zapatería, quien le propone ser amantes por un solo día, trato que Antoine acepta con singular pachorra.
Con agudos apuntes sociales y culturales, el filme transcurre plácido y simpático, con hilarantes e inesperados momentos cuasi surrealistas, como los dos niños que salen de la zapatería con sus máscaras del Gordo y el Flaco, la petición del zapatero al jefe de la agencia de detectives para que investigue por qué sus empleadas lo aborrecen y nunca le sonríen (¿quién contrataría a un investigador privado para semejante cosa?) o la escena final, sencillamente delirante, en la que un personaje que aparece a lo largo de la historia por fin revela sus inesperadas intenciones.
Con el siempre magnífico y grato Jean-Pierre Léaud como Antoine Doinel y la bella Claude Jade como Christine, Besos robados es una cinta entrañable y optimista, leve y despreocupada como quizá ninguna otra de las veinticuatro que filmó el esplendente Truffaut.
Una preciosidad.
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