“Yes I’m Lonely / I wanna die”.
John Lennon, “Yer Blues”
Sé muy bien lo que se siente ser un solitario. Lo fui a lo largo de muchos años, sobre todo durante mi niñez y mi adolescencia. Ese sentimiento de estar solo y ser un incomprendido muchos lo hemos experimentado, aunque algunos con mayor vehemencia. Uno mira a su alrededor y se topa con gente que no lo entiende, que posee otros valores, que busca otras cosas, que mira la vida de manera muy distinta. Y esa gente es mayoría, por lo que la desolación, la sensación de hallarse solo en el mundo, aumenta y se agrava.
Soy el segundo de cinco hermanos. Mi padre falleció cuando ya era yo un adulto y mi madre aún vive, saludable a sus noventa y tres años. No conocí a mis abuelos, pero sí a mis dos abuelas. Siempre estuve rodeado de tíos y tías, de primos y primas, tanto del lado de mi familia paterna como de la materna. Amigos he tenido muchos. En pocas palabras, no me puedo quejar de falta de gente a mi alrededor y, no obstante, muchas veces me sentí solo y falto de comprensión.
Supongo que ese saberme solitario hizo que me volviera más creativo y que me inventara juegos en los cuales yo era el único participante. Luego encontré dos refugios: el de la música y el de la lectura que, por ahí de mis doce, trece o catorce años, se transformarían en mis primeros textos escritos y mis primeras composiciones musicales. Escribí una novela corta a los diecisiete años y mi primera canción la hice a los catorce. Quizá si no hubiera sido tan retraído e introvertido, jamás me hubiera dado por la música y las letras.
Pero sí hubo una seria desventaja en eso de ser un solitario: las mujeres no me hacían caso. Nunca tuve novia de adolescente, a pesar de haber estado perdidamente enamorado de cinco o seis chavas. Mi primera relación sentimental se dio hasta mis diecinueve marzos y fue con la mujer que habría de ser la madre de mis hijos, con quien permanecería dieciocho años. Estuve casado, tengo dos vástagos y aun así, el sentimiento de ser un solitario no me abandonó del todo.
Dirá el lector que qué carajos le importa todo este largo preludio autobiográfico y lo comprendo. Pero el punto al que voy es el de cómo la soledad puede marcarnos y determinarnos de manera dramática, pero también servirnos como una fuerza realizadora y creativa.
Estamos educados bajo la equivocada idea de que ser un solitario es algo malo, una cosa indeseable. El instinto gregario parecería indicarnos que la felicidad está del lado contrario, en la compañía y la convivencia con los demás; que sólo en sociedad podemos alcanzar la dicha y que reivindicar la individualidad es una postura reprobable. Creo que habría que romper con esos estigmas.
Estar solo puede ser una circunstancia fatal que nos impone eso que solemos llamar el destino, pero también puede ser una elección válida. Si uno se siente bien consigo mismo, si uno se cae bien y prefiere vivir solo, alejado de la muchedumbre, no es una determinación negativa. Además, estar solo no implica necesariamente estar en soledad o en un aislamiento misántropo.
Me explico y vuelvo a recurrir a mi caso personal: llevo quince años solo en un apartamento. Mucha gente me pregunta si no quisiera vivir con alguien otra vez y mi respuesta es siempre la misma: no. Por diversos convencionalismos, piensan que estar así es cosa triste, deprimente, y no dudo que en muchos casos lo sea, pero también puede resultar algo divertido, sin conflictos, lleno de paz y, sobre todo, muy creativo (con la ventaja de tener visitas diversas, en especial femeninas).
John Lennon se quejaba de la soledad en algunas composiciones (“Yer Blues”, Isolation”) y hay miles de canciones que hablan del tema de manera quejumbrosa. Pienso que hacen falta elegías para los seres solitarios, que se cante a las ventajas y la dicha –sí, la dicha– de vivir solo y satisfecho. Que el blues del solitario se convierta en el himno a la soledad feliz.
Es un buen tema para una nueva canción.
(Mi columna "Bajo presupuesto" de este mes en la revista Marvin)
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