Vivimos tiempos de la más absoluta insensatez. Tiempos de mezquindad, de odio y de revanchismo. Tiempos maniqueos, de bandos contrarios, de sectores enemistados. Tiempos de desconfianzas mutuas, de resquemores hacia los otros. Vivimos, desde hace ocho años sobre todo, en un país en donde reinan la bajeza, el fanatismo, la descalificación. Tiempos de miserable insensatez.
No es un secreto que todo parte de los resultados de las elecciones presidenciales de 2006, en las que Felipe Calderón venció a Andrés Manuel López Obrador en el último momento, por unos cuantos votos, cuando muchos pensaban –y sobre todo el propio López Obrador– que la victoria sería para el candidato de eso que seguimos llamando la izquierda.
Incapaz de reconocer la derrota, incapaz de la menor madurez democrática, el tabasqueño se ha dedicado desde entonces a sembrar la división, el rencor, el recelo, la mentira.
Nada es en nuestro país como lo era antes de ese año axial. La división entre obradoristas y antiobradoristas es clara y la hemos visto cada día, desde hace poco menos de una década; división que se ha hecho más profunda luego de las siguientes elecciones, las de 2012, en las que Andrés Manuel volvió a perder y esta vez con un margen mucho mayor. Sin embargo, de nueva cuenta se negó a reconocer su debacle y culpó a todos de ella, a todos menos a sí mismo.
En México hay un vacío de sensatez. La ideología radicalizada, de un lado o del otro, hace que el pensamiento sensato brille por su ausencia. Todo se juzga desde conceptos preconcebidos, desde recetas establecidas de antemano, desde prejuicios de una abrumante cortedad de miras. Sobre todo del lado izquierdo del pensamiento político, si es que podemos seguir llamando de izquierda a esa mezcolanza promiscua en la que entran ex priistas frustrados, sindicalistas corrompidos, grupúsculos extremistas, radicales trasnochados, violentos robotizados, lumpenproletarios manipulados y, como cereza en tan indigesto pastel, una prensa resentida que da voz y eco a todo esa sustancia purulenta. De la antigua filosofía marxista ya nada existe. Del viejo ideario comunista, menos. No hay ideas, todo es pragmatismo y, peor todavía, pragmatismo visceral.
Por eso urge recuperar la sensatez a la hora de pensar, de reflexionar, de analizar, de escribir. No obstante, reencontrar el punto medio es mal visto por la corrección política, ese amasijo inquisitorial que desde una autoasumida pureza todo lo juzga y todo lo condena a partir de parámetros anticipados, previsibles. No hay sensatez en este nuevo Santo Oficio. Los neoinquisidores ya tienen todo prefijado y programado. Ya saben cómo deben responder ante cualquier situación; ya decretaron –o más bien su pastor lo hizo por ellos– quiénes son los buenos y quiénes son los malos, sin matices, sin grises, todo en un sacrosanto blanco y negro que no permite el menor asomo de duda.
De ahí mi elogio a la más que necesaria sensatez. Urge que retorne el pensamiento sensato, ese que busca la verdad, ese que trata de ver las cosas como son y no como el prejuicio quiere que sean. Resulta apremiante no dejarse llevar por la ideología convertida en dogma religioso, no dejarse arrastrar por lo que grita la masa, esa masa manipulada por líderes que siempre buscarán jalar agua a su molino, sin importarles el daño que puedan causar con tal de salirse con la suya.
Buscar la sensatez, dar con ella, reivindicarla, aplicarla. Es cosa urgente, aunque se vea aún tan insensatamente lejana.
1 comentario:
A ese movimiento sí me uno. saludos.
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