¿Fue un exceso de imaginación de mi parte o es algo que le sucede a cualquier turista que por estos días se arriesga a viajar al Viejo Continente? ¿Me dejé contagiar por el síndrome de la paranoia antiterrorista que hoy sufre todo europeo o realmente estuve más de una vez al filo de la navaja? La verdad es que todavía no lo sé y desde la alejada seguridad (¡ja!) que me da el Distrito Federal, recuerdo los hechos y me parecen más bien divertidos.
Anduve por París, Londres y Amsterdam entre el 25 de marzo y el 10 de abril de 2004. Varios amigos y amigas me preguntaban, en los días previos a mi partida, si no me daba miedo dirigirme a aquella zona del mundo apenas dos semanas después de los bombazos en Madrid y hasta me sugerían posponer el viaje o al menos mi idea de trasladarme a Londres en el Eurostar, el rapidísimo tren que comunica a esa ciudad británica con tierra continental. Pero la verdad es que tenía fuertes motivos personales para lanzarme y ni Al Qaeda podría impedirlo (aquí entra música como de película hollywoodense de espías).
Desde mi llegada a la capital francesa tuve mi primer encuentro con el fenómeno terrorista. O para decirlo con mayor claridad: con las constantes falsas alarmas relacionadas con el terrorismo islámico. Así, mi amiga Laila Porrás me contó que justo un día antes de mi arribo a París, la ciudad estuvo prácticamente tomada por la policía, debido a la existencia de una supuesta bomba. Nada pasó.
Al día siguiente, abordé en la Gard du Nord ese presunto objetivo terrorista que es el Eurostar y con toda la inconciencia de la cual soy capaz, viajé hacia Inglaterra. Las ominosas advertencias de mis cuates parecieron concretarse cuando, súbitamente, el moderno tren se detuvo de manera impensada justo en medio del Canal de la Mancha (lo que es decir, ¡abajo del Canal de la Mancha!). Un largo rato estuvimos ahí, a veces avanzando unos poquitos metros, a veces por completo inmóviles. Gulp. ¿Qué estaba pasando? La voz del conductor nos informó que… él mismo no tenía la menor idea de lo que acontecía. “Nunca había sucedido esto, pero estamos tratando de averiguar las causas del problema”. Hombre, qué a toda madre. Qué manera de infundirnos calma. ¿No habría sido mejor usar la fórmula de Vicente Fox y decirnos que todo estaba perfecto y que nada malo pasaba? Veinte minutos que parecieron veinte horas permanecimos allí, rodeados por la más profunda oscuridad. Hasta que el trenecito arrancó y al salir a la luz, ya en territorio británico, se nos informó que todo había sido provocado por fallas en la señalización del tunel. Ah.
Cinco días permanecí en Londres y allá otra amiga me contó de las precauciones que se toman en el Metro, donde abundan los carteles que piden a los usuarios no dejar cosa alguna en los vagones o andenes. Todo bolso, mochila o paquete olvidado es incautado por las autoridades y recuperarlo representa una labor en verdad difícil. Todavía un día antes de regresar a París, la BBC y los diarios informaban de la detención de una célula terrorista en una casa de seguridad al sur de Londres, donde se encontró una gran cantidad de explosivos. Pero faltaba lo más emocionante (y lo más grotesco). Estando ya en Waterloo Station, en la sala de espera del Eurostar, a mi lado se hallaba una mujer joven, morena, de aspecto entre árabe e hindú (aunque también podía ser hispanoamericana o hasta chilanga). Tenía frente a sí varias maletas y se mostraba demasiado inquieta. De pronto, le encargó su equipaje a otra mujer “para ir al baño” y, pum, se fue. Contagiado de paranoia recordé los carteles de advertencia del Metro londinense e imaginé que dentro de aquel equipaje podría haber una bomba capaz de hacer volar la estación entera. ¿Qué se hace en esos casos? ¿Poner en alerta a la demás gente? ¿Avisar a algún guardia? ¿Alejarse de ahí lo más posible? Eso hice. Me aparté de las sospechosas petacas… como veinte metros (¡uy, cuánto!) y me metí a ver revistas (estuve a punto de llevarme el Cahiers du Cinema dedicado a Eric Rohmer y por güey no lo compré). Luego de un tiempo, regresé a ver si la imaginaria terrorista había retornado a su lugar. Y sí, ahí estaba, con rostro tranquilo después de haber desalojado su vejiga y de hacerme sentir infinitamente ridículo.
Cuatro días en París sin novedades relacionadas con los chicos del terror y viaje a Amsterdam en el Thalis (el equivalente menos moderno y más caro del Eurostar). Tras cuatro horas de viaje, llegué a las ocho de la noche a la pequeña ciudad holandesa y al día siguiente me comentaría mi cuate Sergio Monsalvo que a las 21 horas (es decir, una hora después de mi arribo), la Estación Central fue desalojada por la policía debido a una amenaza de bomba… que resultó falsa.
El jueves 8 de abril regresé por tercera vez a la prodigiosa París y esa noche quedé de verme con otro amigo, Andrés Soto, para ir a ver Cofee and Cigarettes de Jim Jarmusch en un cine del centro comercial de Les Halles. Iba yo muy orondo por la línea 12 del metro parisino, embebido en la contemplación de las parisinas, cuando una dulce voz femenina informó que todas las estaciones que tienen intersección con el R.E.R. habían sido cerradas por órdenes de la policía. No pude bajarme en Les Halles. Me encontré con Andrés más adelante y regresamos a pie. Zona tomada por les flics (o séase, los polis). El centro comercial desalojado. “¿Estaremos presenciando el primer atentado terrorista en París?”, me preguntó socarrón mi amigo. Nos fuimos a pie al barrio Le Marais para tomarnos unas cervezas. Al día siguiente (luego de ver por fin Cofee and Cigarettes en la función de las diez de la mañana, en Les Halles), me enteré en Le Monde que la C.I.A. puso sobreaviso a las autoridades de París acerca de un correo electrónico interceptado, proveniente de Madrid, en el que se decía que esa noche estallaría una bomba en “una línea de color rojo” (la línea uno) del R.E.R. de París. Cuarenta mil personas desalojadas y varias estaciones cerradas de ocho a diez de la noche. Al parecer, otra falsa alarma.
Todavía al día siguiente, mi entrañable amiga Irma Larios, del Instituto de México en París, me contaría mientras comíamos que una vez le tocó ver, ya de noche, una bolsa de supermercado al parecer abandonada en un vagón del metro casi vacío y que se quedó ahí, atónita, sin atinar a hacer cosa alguna, hasta que un negro que dormitaba frente a ella se despertó y fue a recoger la bolsa para llevársela.
La paranoia, el miedo, la incertidumbre reinan en la mente de los que habitan en Europa, quienes no saben en qué maldito momento Osama bin Laden o cualquier otro de sus similares tenga la ocurrencia de hacer volar un tren, un almacén, una escuela, un edificio público. Para aquellos que viven allá, la situación resulta tensa y terrible; para quienes viajamos como vulgares turistas, no deja de ser, hasta eso, algo que le otorga emoción y adrenalina al viaje.
(Texto publicado en abril de 2004 en la sección "El ángel exterminador" de Milenio Diario)
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