Debe haber sido a mediados de los años noventa de la pasada centuria cuando, en las páginas de El Financiero, cuya sección de cultura dirigía, Víctor Roura escribió que el rock había muerto. Una andanada de críticas, cuestionamientos e imprecaciones le cayó encima. ¿Cómo se atrevía a lanzar semejante anatema? Muchos enemigos se ganó el escritor y periodista a partir de entonces.
Yo creí entender la idea del buen Roura. No es que afirmara que el rock como género se había extinguido. Más bien la afirmación iba en el sentido de la muerte de la actitud rebelde, desafiante, inconforme, contracultural y hasta subversiva de los rocanroleros, quienes en su mayor parte habían sido absorbidos por una industria que los manipulaba y que había sabido mediatizar el viejo discurso contestatario del rock para transformarlo en un gran negocio. Pienso que por ahí iba lo que Víctor decía.
A partir de entonces (y antes de ello también), muchas veces se ha hablado de la muerte del género. En varias ocasiones se le ha matado. Simplemente hoy día se afirma lo mismo: que debido a la enorme cantidad de músicas que ha absorbido, la identidad del rock se ha diluido y que en su estado puro no existe más.
Yo preferiría abordar el asunto desde otro punto de vista. Pongamos el ejemplo del jazz. ¿Ha muerto el jazz? Jamás he escuchado o leído a alguien que afirme tal cosa. El jazz ahí está, ahí sigue, y al igual que el rock, también fusiona cantidad de músicas de todo el orbe. Y todos lo dejan tranquilo.
Mi idea es que llega el momento en que los géneros musicales dan todo de sí y ya no es posible inventar el hilo negro. La música barroca existió en un determinado periodo y fue reemplazada por la música del clasicismo. Si alguien hoy compone un concierto barroco, sólo estará repitiendo los esquemas de esa música que ya dio todo lo que tenía que dar. Lo mismo pasa con el blues, para poner otro ejemplo. Escríbase un blues y será un blues, sin el mayor problema. ¿Por qué entonces esa insistencia en querer estirar al rock, en querer seguirlo exprimiendo como si fuese una fuente de inagotables novedades.
Llevo tiempo diciendo que Radiohead fue el último grupo que aportó un sonido más o menos original y que a partir de él (que en sí remite a muchas agrupaciones del pasado) se ha vuelto imposible crear algo realmente original en el género. ¿Es esto malo, se trata de algo negativo? No, en absoluto. Es tan simple como aceptar que el rock dio todo de sí y que los que sigan haciendo esa música estarán repitiendo, con ligeras variantes, lo que ya existe. Con ello, sin embargo, no se decreta su muerte. La música renacentista no está muerta. El ragtime no ha fenecido. El bolero sigue vivo. La música no muere. Es como dice la física sobre la materia: tan sólo se transforma.
Curioso resulta, no obstante, el caso del rock en México, donde hoy los supuestos roqueros –quienes se visten como roqueros, hablan como roqueros, se comportan como roqueros y tienen “actitudes” de roqueros– no hacen rock. Somos un país en el que la fusión se confunde con la promiscuidad y donde los géneros, lejos de entremezclarse con sabiduría, se adoptan como tales, sin variarlos. No es lo mismo fusionar la música afroantillana con el rock, como supo hacer en su momento Carlos Santana, que disfrazarse de roqueros y salir a tocar guaguancó.
El caso actual de la cumbia es un claro ejemplo. De pronto, a alguien en la industria se le ocurre la impronta de producir un disco de duetos entre el grupo cumbianchero Los Ángeles Azules y diversos “representantes del rock mexicano”. Para ello, eligen a cantantes que, salvo quizás una o dos excepciones, en realidad no cantan rock. Pero eso es lo de menos, la gente cree que sí lo hacen. De ese modo, se graba el álbum, se realiza una enorme campaña de promoción y difusión, se consigue que Los Ángeles Azules se presenten en el festival Vive Latino y helás!: se logra la “fusión” entre la cumbia y el rock. Así de fácil, así de patético.
No es que en México haya muerto el rock. Sencillamente se le relegó, se le ocultó debajo del tapete, en algo equivalente a lo sucedido después del festival de Avándaro en 1971. Al parecer ya no es rentable… y a saber si volverá a serlo algún día.
(Texto publicado este mes en la sección de música de la revista Nexos)
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