Los cuentos románticos, las novelas rosas, los culebrones televisivos y las películas rosas nos muestran al enamoramiento como el más puro y noble de los sentimientos. Nos hablan de sus virtudes mil y de su perfección emocional. Si uno está enamorado, se convierte en el más bueno de los seres vivos y todo alrededor se transforma en un mundo de luces deslumbrantes y tonalidades pastel. Se nos dice que para ser felices no hay como estar enamorados y que esa es la fuente de la dicha y la bonhomía.
Por desgracia las cosas ni por asomo son así. El estado de enamoramiento esconde, en demasiadas ocasiones y detrás de sus disfraces llenos de olanes y colorido, a una bestia salvaje y destructora, un ente maléfico y despiadado que sólo busca la satisfacción propia a costa de lo que sea.
Aparte de lo que muchos especialistas han descubierto, acerca de cómo al estar enamorado el ser humano se obnubila, se enajena, se aleja de la realidad y la trastoca de manera neurótica y obsesiva, aparte de ese estado de virtual estupidización en el cual tantos hemos entrado al sentirnos enamorados y en el que solemos ver a la persona a quien supuestamente amamos como un dechado de virtudes absolutas, de belleza total y de perfección intachable, aparte de eso, hay un punto todavía más grave y preocupante: el de la exacerbación del egoísmo que se transforma, con alarmante frecuencia, en celos y en odio.
La cuestión central vuelve a ser aquí la de esa terca confusión entre el enamoramiento y el amor. Amar a alguien (“To love somebody”, dirían los Bee Gees, The Animals o Janis Joplin) significa anhelar la felicidad del otro, pensar en su dicha y su bienestar. ¿Pero qué pasa cuando esa felicidad, esa dicha y ese bienestar no los encuentra con nosotros sino con otra u otras personas?
He ahí la prueba de si amamos a alguien realmente. Si somos capaces de sacrificar nuestros deseos aun cuando no sean recíprocos por parte de la persona a quien decimos amar, es que realmente lo o la amamos. Pero sí, por el contrario, reaccionamos con rabia, coraje, despecho y aborrecimiento porque él o ella no buscan su felicidad a nuestro lado, eso no es amor, es enamoramiento que es decir obsesión enferma, empecinamiento fanático, ciega e intransigente insensatez.
Si el enamoramiento puede llevarnos al odio y a albergar los peores sentimientos, llamarlo amor es un absoluto despropósito. El único amor que existe ahí es el amor propio, el amor a uno mismo, el amor egoísta que, bien visto, ni siquiera así alcanza a ser amor, no en el sentido luminoso y feliz del que hemos dotado a esa palabra, a ese concepto.
Amar a alguien debería pasar por el desprendimiento y la generosidad. Eso es amar en verdad. Quererlo para una, para uno, a como dé lugar y pasando por encima de quien sea y de lo que sea, es estar enamorado, sí, pero de uno mismo y de sus instintos y sentimientos más ególatras y narcisistas. Es una actitud caprichosa. Como la de un niño terco en conseguir un dulce y no en que otro tenga la posibilidad de llevar ese dulce a su boca.
Enamoramiento y amor, dos conceptos no sólo distintos sino casi siempre –o siempre– contrapuestos.
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