martes, 27 de julio de 2010

La noche de los tamales (un cuento)*


Qué pesado karma me tocó cargar en esta vida: el de ser un enamorado empedernido y tener una suerte perra con las mujeres. Ya sé que esto no es algo original o novedoso, pero las cosas se complican cuando resulta que ya cumplí cuarenta y ocho años y mi enamoramiento actual se encuentra exclusivamente enfocado en una ninfa de veinticinco que nada quiere conmigo. Ya tendré ocasión de contar cómo fue que caí en semejante desventura sentimental con una joven que podría ser mi hija. Por ahora, me limitaré a narrar uno de los muchos infaustos avatares que he padecido debido a mi necio empecinamiento por reconquistar un amor que, ¡ay!, alguna vez fue mío.
Era un viernes por la noche y yo sabía que Montserrat (ah, así se llama ella) estaba sola en su departamento, ubicado a escasas cuadras del mío. Acababa de mudarse ahí, junto con una amiga suya, pero ésta había salido del DF. Como Montserrat cierta vez me confesara que le daba miedo estar sola y como aún no se acostumbraba al nuevo depto, me dije: "Voy a llamarla para ver si quiere que pasemos la noche juntos". Procedí a marcar su número telefónico y contestó. La invité a cenar café y tamales, a ver la tele y a que se quedara a dormir conmigo. "No", fue su lacónica respuesta. Debí haberme quedado callado y no insistir..., pero insistí: "Oye, es para que no te quedes solita y...". "No me voy a quedar sola". "Ah, ¿no?". "No, me llamó Pepe y va a venir. Lo estoy esperando". Sentí que las paredes de mi cuarto se me venían encima. ¡Pepe, el pinche Pepe! Pepe era un tipo treintón a quien ella había conocido hacía unos tres años y cuya sola mención me producía urticaria. Oficialmente era sólo su amigo, su "brother". Aquello me caló muy feo pero me aguanté y me hice el que nada le importa: "Bueno, como quieras". Colgué sin azotar el auricular, pero me puse a mentar calladas madres, mientras me paseaba como enjaulado (y devaluado) rey de la selva en la estancia del apartamento. Media hora más tarde sonó el teléfono. Era quien yo menos hubiera imaginado: Montserrat. "Hola", me dijo, con su voz de timbre grave que tanto me ha seducido siempre, y preguntó: "¿Sigue en pie lo de los tamales en tu casa?". Mi alma se iluminó y pleno de candidez, pensé que la noche se llenaba de estrellas. Le contesté que sí, que claro, que cómo no. Craso error. Porque en seguida: "Oye, ¿y puede ir Pepe?". ¡Soc! Me quedé paralizado y durante algunos segundos no atiné a decir cosa alguna. Hasta que pude farfullar con voz apenas inteligible: "¿Pepe...?". Ella siguió como si nada: "Sí, acaba de llegar y le conté que me invitaste a cenar tamales. Si quieres vamos para allá". ¿Qué debió responder un tipo normal, maduro, seguro de sí, digno (sobre todo digno)? Obvio: que no, que se quedara con el otro, que cómo se le ocurría semejante cosa, etcétera. ¿Y qué le contesté yo? Que sí, que estaba bien, que le cayeran a mi jaus. Por hacerme el escandinavo, el liberal, me puse la soga al cuello. Quedamos de vernos en un puesto de tamales que se pone todas las noches frente al edificio donde habito. Llegué antes que ellos. Me puse a hacer respiraciones profundas. Tenía que verme muy flemático, todo impasible y sereno, muy acá. De pronto aparecieron en la esquina. Eso de ver a la mujer de la que estás enamorado acompañada de otro cabrón es algo espeluznante. Pero yo estaba en mi papel de british. Lo saludé de mano, muy cordial. Ella me dio un besito en la mejilla. Nos acercamos al puesto y cada quién pidió dos piezas. A la hora de pagar, vi que Pepe no hacía el menor intento por sacar algún billete y que Montse estaba a punto de abrir su monedero. ¡Caballero en acción! Me adelanté, tomé mi cartera y liquidé el asunto. Minutos más tarde, estábamos los tres en la sala de mi departamento. Puse música. Preparé café. Nos comimos nuestros tamales, en tanto charlábamos con aparente afabilidad. En el fondo, yo arrojaba lumbre. ¿Por qué había tenido que aparecer él? ¿Cómo se enteró de que Montserrat se iba a quedar sola?
"Yo creo que ya nos vamos", le dijo la niña al tipo, apenas se acabaron sus respectivos de mole y de dulce. "Sí, yo creo que sí", respondió él. Los miré azorado. ¡Pero, si apenas tenían quince minutos de haber llegado! Se pusieron de pie. "Nos echamos una peliculita, ¿no?", le comentó Pepe ya camino a la puerta. Los seguí como un zombi. Se despidieron muy amables, mientras yo seguía sin salir de mi pasmo. Se fueron y me quedé de pie, bajo el quicio de la entrada, viéndolos abordar el elevador muertos de la risa. Era claro que para ellos apenas comenzaba la noche. Yo todavía tendría que recoger los platos sucios, las tazas con restos de café y las hojas vacías de los tamales que reposaban en la mesa del comedor, como mudos y crueles testigos de mi debacle.

*Escrito en 2003

2 comentarios:

A. A. Rodríguez dijo...

...jajaja...
... es lo mejor que he leído en tu blog, mi buen Hugo. Y está de más recordarte que las raspadas sentimentales generan empatía emocional...

zippo dijo...

Hahahahaha Genial... Me Hiciste Recordar Algunas Cosas Similares Que Me Han Pasado... Enhorabuena, Un Gusto Como Siempre Leerte, Desde La Mosca Hasta Hoy... Un Abrazo...