Braulio se levantó de su asiento y lanzó un profundo suspiro. Estaba
preocupado. Muy preocupado. Angustiado de ver cómo treinta millones de
mexicanos le habían otorgado a un sujeto mañoso, ignorante y taimado
nada menos que la presidencia de la república y no sólo eso: también las
dos cámaras legislativas y la mayoría de las gubernaturas. López y su
camarilla de impresentables, constituida por una mezcla antinatura de
viejos ex políticos priistas, oportunistas políticos panistas,
religiosos evangélicos del ultraconservadurismo más rancio y un
muestrario delirante de la fauna izquierdosa, con algunos sobrevivientes
del Partido Comunista y gente de la academia universitaria más radical y
anquilosadamente marxistoide, estaban a punto de ser los dueños del
país. Porque así se sentían ellos y lo mostraban a cada paso, en cada
declaración, en cada actitud, en cada pose altanera y soberbia. Eran los
ganadores y se disponían no a servir a los ciudadanos, sino a servirse
con la cuchara grande, sin importar las consecuencias.
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