domingo, 17 de mayo de 2015

B.B. King: la emoción se fue

Conocí la música de B.B. King en mi adolescencia, gracias a un LP que tenía mi hermano Sergio y en el que venía la que quizá sea la composición más emblemática de este gran guitarrista e intérprete estadounidense: “The Thrill Is Gone”. Fue de hecho con él que prácticamente descubrí el blues negro, porque con el blues tocado por blancos me había topado poco antes, gracias al portentoso álbum Super Session (1968) de Al Kooper, Mike Bloomfield y Stephen Stills.
  Muchos años después, en 1991, B.B. King vino a tocar a México, en aquel legendario Festival de Jazz y Blues que se organizó en el Auditorio Nacional y al que tuve la oportunidad de asistir. Fue una noche larguísima, en la que King alternó con un delirante Chuck Berry (quien abrió el concierto) y un sobrio Ray Charles (quien lo cerró). Al también creador de “Paying the Cost to Be the Boss” y “Why I Sing the Blues” le tocó la parte intermedia y aquello fue un espléndido viaje por lo mejor de su repertorio y de su impecable guitarra, esa “Lucille” a la que B.B. había vuelto tan famosa como él mismo.
  Nacido en Indianola, Mississippi, en 1925, la biografía de Riley Ben King es la misma de tantos blueseros legendarios, historias que parecen repetir siempre los mismos cartabones: haber nacido en el sur profundo, en alguna población diminuta, en medio de la pobreza; haber tenido que trabajar en los campos de algodón en condiciones casi de esclavitud; haber cantado en coros de góspel durante las ceremonias religiosas; haber aprendido a tocar algún instrumento (casi siempre la guitarra de palo); haber abandonado su lugar de origen para buscar fortuna como músicos en otros lares más propicios. En fin, todo eso lo pasó también quien falleciera este jueves 15 de mayo, cuando se acercaba su cumpleaños número noventa.
  Son muchas las cosas básicas que todo aficionado al blues conoce acerca de B.B. King: que sus iniciales quieren decir Blues Boy o que (dato quizá menos difundido, a pesar de ser una verdadera curiosidad) nunca pudo aprender los acordes de la guitarra y sólo sabía requintear (vea usted cualquier actuación del músico y descubrirá que jamás toca la guitarra de acompañamiento, mucho menos mientras canta) o que bautizó a su instrumento con el nombre de Lucille a raíz de un incidente que él mismo le narró a mi gran amigo, el periodista Jorge R. Soto (al que le debo el privilegio de contar con un ejemplar de la autobiografía Blues All Around Me de B.B. King, con su firma al calce): “Durante un invierno en la década de los cincuenta, estaba tocando en un antro de mala muerte en Arkansas. Hacía mucho frío y estaban colocadas, en varios sitios del local, lámparas de petróleo para calentar a los parroquianos. De pronto, dos de ellos se enfrascaron en una riña en la que rodaron por el suelo, tirando una de esas lámparas. El local era de madera por lo que de inmediato empezó a arder. Todos salimos corriendo y, al estar afuera, me di cuenta de que había dejado mi guitarra en el interior del local, por lo que, sin pensarlo, me metí corriendo para rescatarla de entre las llamas. Pude salir antes de que el lugar se colapsara. A la mañana siguiente, me enteré de que la riña había empezado por una mujer llamada Lucille que trabajaba ahí. Es por ello que bauticé a mi guitarra con ese nombre, como un recordatorio de que nunca debo cometer alguna pendejada que ponga en peligro mi vida”.
  La carrera de King se consolidó realmente a partir de la década de los sesenta, aunque él ya bregaba en el medio bluesero desde veinte años antes y para entonces había grabado varios discos y se había presentado en una gran cantidad de clubes, teatros y festivales a todo lo largo y ancho de la Unión Americana. Su actividad era tan febril que en 1956 tocó en 342 fechas, casi una diaria sin descanso, y a partir de ahí, su promedio de presentaciones era de trescientas al año. Una verdadera locura.
  Muchos afirman que B.B. King es el rey del blues y por eso piensan que no ha habido bluesero mejor. Disiento. Creo que Robert Johnson, Willie Dixon, Muddy Waters, Howlin’ Wolf y John Lee Hooker están por encima del buen B.B. Ni siquiera era un virtuoso de su instrumento. No obstante, su importancia resulta innegable, sobre todo porque ayudó a difundir el género por todo el mundo como nadie más lo hizo. Más que el monarca, fue el embajador del blues.
  Dice el lugar común que el mejor homenaje a un músico que se va es escuchar su música. Discos como How Blue Can You Get (1996), Blues on the Bayou (1996), Let the Good Times Roll (1999), Making Love Is Good for You (2000) o su álbum de duetos Deuces Wild (1997) son buenas muestras más o menos recientes de su gran talento.
  La diabetes se llevó a B.B. King, quien murió mientras dormía, en santa paz. Pero su música sigue viva. Su blues agridulce permanece. La emoción no se ha ido a pesar de todo.

(Publicado el día de hoy en la sección "El ángel exterminador" de Milenio Diario).

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