Diez días después de la tradicional ceremonia del Grito con la que los mexicanos sacamos nuestro patriotismo o nuestro patrioterismo (depende de cada quién) una vez al año, la comentocracia nacional y buena parte de la llamada opinión pública parecen coincidir mayoritariamente en que el del 15 de septiembre de este delirante 2019 fue un impecable ejercicio de austeridad republicana y que todo le resultó perfecto al presidente López Obrador.
Columnistas caracterizados por su crítica más o menos constante y más o menos dura al gobierno actual se dijeron gratamente sorprendidos por el decoro y la contención del actual primer mandatario durante el acto protocolario que celebra el inicio de la Guerra de Independencia. Que no le salió lo agresivo. Que no le salió lo torvo. Que no le salió lo visceral. En una palabra: que se portó bien y que se vio muy decente y hasta incluyente.
Eso para no hablar de la impresionante (dicen las crónicas) fiesta que se vivió en la plancha del Zócalo, repleta de gente emocionada que ovacionó al presidente, en una unión indivisible que no se veía desde hacía muchos años y que demostró que en Palacio Nacional hay un líder del pueblo y para el pueblo que habrá de conducirnos por el camino de la prosperidad y la justicia…, etcétera.
Atestigüé por televisión la ceremonia y debo decir que no vi en ella lo que tantos sí vieron. Quizá se deba a los tercos prejuicios opositores que me nublan la vista y el entendimiento y no permiten que acepte, como tantos sí lo hicieron, que tenemos un presidente extraordinario.
Pero vayamos al Grito.
Lo primero que me dio mala espina fue ver a la pareja presidencial cruzar a solas el enorme salón que conduce al balcón principal. Yo sé que todos los anteriores presidentes de México atiborraban ese lugar con gente de la élite política, económica y diplomática para que los aplaudieran y que ellos y sus esposas pasaban por delante con las grandes sonrisas, falsas o auténticas, que sólo otorga el poder. Esta vez, en cambio, López Obrador y su mujer se miraban demasiado solos y demasiado serios, hieráticos diría incluso, en medio de aquel salón silencioso y helado. Muchos aplaudieron este hecho; a mí me pareció escalofriante.
Vino luego el saludo a la bandera que portaban los cadetes (siempre impecables y elegantes) y ahí nada tengo que decir. Todo fue correcto y pulcro.
El presidente salió al balcón, bandera en mano, y la multitud rugió, como hace de costumbre con todos los mandatarios. Pero dicen que el rugido esta vez fue más fuerte y emotivo. Concedamos que lo fue, yo no estuve ahí para confirmarlo o desmentirlo.
Entonces sobrevino lo que había levantado tanta expectación: los veinte “vivas” que había prometido López Obrador, “vivas” que entusiasmaron casi por igual a simpatizantes y adversarios, pero que a mí me resultaron en buena parte incongruentes con lo que ha sido el desgobierno obradorista a lo largo de casi diez meses. Desglosémoslos.
Los primeros seis fueron los de rigor: vivas a la Independencia, a Hidalgo, Morelos, Josefa Ortiz de Domínguez (“de” Domínguez, para horror feminista), Allende y Leona Vicario, por aquello de la equidad de género hoy tan de moda (aunque las mujeres perdieron 3 a 2). Nada que comentar. Cada presidente elige a sus héroes preferidos (esta vez faltaron Aldama, Matamoros, Mina, Guerrero). Incluso Carlos Salinas de Gortari incluyó a Emiliano Zapata en uno de sus gritos.
Luego empezó la cosecha de nuevos vivas:
–“¡Vivan las madres y los padres de la Patria!”. Vale, aquí cada quién puede acomodar a las mamás y los papás de su preferencia y según su tendencia ideológica: desde Cuauhtémoc, Juárez y Madero hasta la Malinche, Miramón y don Porfirio (Díaz, no Muñoz Ledo) o los tlaxcaltecas, los polkos y José Yves Limantour, ya si es uno demasiado fifí.
–“¡Vivan los héroes anónimos!”. Grito tan políticamente correcto como vago. Pero lo podemos palomear.
–“¡Viva el heroico pueblo de México!”. ¿Todo el pueblo o únicamente el que votó por él? No queda claro, aunque bien sabemos que para López Obrador el pueblo bueno es sólo aquel que lo apoya, incluidos Bartlett y la maestra Gordillo.
–“¡Vivan las comunidades indígenas!”. ¿Las que van a sus mítines y concentraciones en el Zócalo, para bailarte y cantarle, o también las que se oponen al Tren Maya y al corredor transístmico? ¿Las que le hacen limpias y supervisan sus peticiones a la Madre Tierra o también los indígenas de Morelos que rechazan la termoeléctrica de Huexca y su líder asesinado Samir Flores? ¿Viva también el EZLN que se opone abiertamente al actual gobierno?
–“¡Viva la libertad!”. ¿De qué libertad hablamos? ¿De la que está en vías de reducirse, ante la amenaza que para todos los mexicanos representa la aprobación de las leyes que permiten la prisión preventiva oficiosa y sin derecho a fianza por cualquier denuncia, sin importar que ésta sea o no probada? ¿De la libertad de expresión y la libertad de prensa, cada vez más claramente amenazadas por los comentarios contra medios de comunicación y periodistas durante las conferencias mañaneras? ¿De la ley tabasqueña que prohibe las protestas contra la construcción de la refinería de Dos Bocas?
–“¡Viva la justicia!”. ¿Se refiere a la justicia a modo que premia a los leales y castiga a los adversarios? ¿La que libera a asesinos confesos del caso Ayotzinapa? ¿La que ataca al Poder Judicial, ignora sus resoluciones y amenaza la independencia de la Suprema Corte de Justicia? ¿La que protege a Manuel Bartlett como si las 43 casas con valor de 800 millones de pesos que no declaró no existieran?
–“¡Viva la democracia!”. ¿Cómo es posible que se grite eso cuando se desmantela a los organismos autónomos, se permanece indiferente ante el atentado constitucional de Baja California, se gastan 300 mil millones de pesos en la compra de votos clientelares con cargo al erario y se coquetea, aunque se niegue, con la idea de la reelección presidencial?
–“¡Viva nuestra soberanía!”. Un viva que mueve a risa, cuando el gobierno mexicano se ha convertido con vergonzosa docilidad en el policía de Donald Trump contra la migración y cuando tiene a la Guardia Nacional al servicio de lo que diga Washington. ¿Soberanía? Really?
–“¡Viva la fraternidad universal!”. Este grito ha sido interpretado de dos maneras. Por un lado, un “viva” a la fraternidad universal (con minúsculas), es decir, a la armonía casi jipiteca entre los seres humanos y entre las naciones, etcétera. Sin embargo, hay quienes sugieren que se trató de un mensaje oculto y que AMLO se refería veladamente a la Gran Fraternidad Universal (con mayúsculas), esa secta oscura y poderosísima conectada entre otras cosas con la masonería, entidad con la cual algunos relacionan al presidente López (Benito Juárez era masón). Quién sabe. Pero dadas sus conexiones con grupos evangélicos, específicamente con la Confraternidad Nacional de Iglesias Cristianas y Evangélicas, todo puede ser posible.
–“¡Viva la paz!”. Parecería un buen deseo, pero la inseguridad y la violencia que estamos viviendo –que llega a extremos jamás vistos desde que inició la llamada guerra contra el crimen organizado– resulta algo terrible y no hay visos de que el gobierno lo pueda ya no digamos controlar o vencer, sino cuando menos aminorar. Nunca como ahora hemos anhelado tanto la paz y es irónico que el principal responsable de proporcionarla se conforme con lanzarle vivas patrióticos.
–“¡Viva la grandeza cultural de México!”. Un grito que suena como un golpe de sarcasmo cuando el obradorismo se ha encargado de disminuir en forma drástica el presupuesto para la educación, la ciencia y la cultura, a fin de financiar sus proyectos elefantiásicos y sus programas clientelares de asistencia social. Creo que salvo el Festival Cantares y la Banda Mije, la cultura nacional y su grandeza es algo que en los hechos le importa muy poco al presidente.
Al final vinieron los tres vivas habituales a nuestro país, en los que López Obrador puso mucho énfasis y casi se quedó afónico con un último grito destemplado. Pero cumplió con esos tres "¡Viva México!" y emocionó al respetable, mientras embebido hacía sonar la campana de Dolores.
Esta es mi visión y mi interpretación del acto que tanto conmovió a propios y extraños. No fue mi caso. No vislumbro que el país se encamine por la senda de la libertad, la justicia y la democracia. Todo lo contrario. Por eso veo en ese hombre solitario del balcón de Palacio, acompañado únicamente por su esposa, el signo de la autocracia y el absolutismo unipersonal… y yo no puedo festejar eso.
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