viernes, 16 de octubre de 2009

La dificultad


Quedamos de vernos en una discreta cafetería de Río Mixcoac, atrás de lo que fuera el añorado cine Manacar y que hoy es un complejo de modernas e impersonales salas cinematográficas. Ambos llegamos puntuales, desde diferentes puntos, con nuestro respectivo libro bajo el brazo. Era una mujer muy guapa. Me había impresionado desde el día en que la conocí, apenas un par de semanas atrás, en la editorial donde ella acababa de publicar y donde yo esperaba volver a hacerlo.   Damiana Arvizu, que así se llamaba, acudió para ver los flamantes primeros ejemplares de su igualmente flamante primera novela, recién salidos de la imprenta y aún olorosos a tinta fresca, mientras que yo estaba ahí en un vano y repetido intento por cobrar las regalías de un libro de cuentos aparecido un año atrás y de las cuales no había visto un solo centavo. El afable y siempre sonriente editor nos presentó y en lugar de pagarme lo que me correspondía, me sugirió entrevistar a la atractiva autora para mi sección del periódico. Por norma, yo no hacía las entrevistas, labor que delegaba de manera habitual en dos de mis reporteros. Sin embargo, la belleza, la sensualidad y la aparente inteligencia de Damiana me hicieron optar por lo inusual. Nos citamos para el jueves siguiente por la tarde y así se llevó a cabo el encuentro.
  Una vez instalados en una mesa apartada, con sendos cafés cortados ante nosotros, saqué mi diminuta grabadora con la idea de iniciar la entrevista. Apenas deposité el adminÌculo en la mesa, ella puso su mano sobre la mía y me contempló directo a los ojos. Su piel estaba más que tibia, caliente diría yo, y su contacto me hizo estremecer, si bien no tanto como su incitante mirar.
  -¿En verdad piensas perder el tiempo con una estúpida entrevista? -me inquirió con desconcertante agresividad. No atiné a responderle y desvié la vista, incapaz de soportar la lumbre de sus pupilas.
  -Sería una lástima desperdiciar estos momentos tan especiales hablando idioteces de mi libro -añadió con desdén-. De hecho, estoy hasta la coronilla de tantas entrevistas. Los reporteros de cultura son unos pendejos pretensiosos, creen que todo lo saben y opinan de mi novela sin haberla comprendido. Y eso quienes la leyeron, porque la mayoría ni siquiera se toma la molestia de revisar el libro más allá de lo que dicen la solapa y la cuarta de forros. ¡Estúpidos! ¿Y a eso llaman hacer nuevo periodismo? Pero contigo las cosas son distintas, desde que nos presentaron supe que eras diferente.
  Seguí instalado en la más vergonzosa mudez. No me atreví a decirle que yo tampoco había leído su libro, que me había dado una enorme flojera, que tan sólo había echado un vistazo superficial a algunas de sus páginas y con eso me había bastado para redactar y publicar una rutinaria reseña pletórica de lugares comunes. Así que permanecí callado.
  -Lo cierto es que me fascinó lo que escribiste. Nadie había entendido el mensaje que quise dar, nadie penetró tan pero tan adentro de lo que pretendí plasmar en mi relato (la manera como pronunció el verbo penetrar me causó un fuerte estremecimiento, simultáneo a un principio de erección, sobre todo porque su ardiente mano permanecía sobre la mia). Percibiste perfecto la esencia de mi ser como escritora, como artista, como creadora que soy.
  ¿Qué carajos podía yo decirle? Parecía tan conmovida y sus pechos se agitaban de un modo tan hipnotizante bajo su delgada blusa y su ausencia de sostén que las palabras se negaban a salir de mis labios, secos por la impresión.
  -Me gustaría agradecerte todo, pero no aquí sino en otra parte más privada -dijo con seguridad pasmosa, sin dejar de mirarme. Su frase era inequívoca y no admitía interpretaciones, pero aun así no quise albergar falsas expectativas. ¿Qué tal si se refería a un agradecimiento más espiritual que meramente físico? Sin embargo, ella misma se encargó de dejar las cosas en claro.
  -Quiero coger contigo.
  De inmediato sentí incendiarse mi cara y retiré la mano como señorita asustada.
  -¿Qué pasa? ¿Dije algo que te ofendió? No lo tomes a mal. En serio, quiero acostarme contigo. Te deseo.
  Mi respiración se volvió agitada. Bebí el café de un trago y sentí su amarga e hirviente consistencia recorrer mi garganta como una oleada de lava incandescente. Nunca había reaccionado de esa manera y ni yo mismo me entendía. Pretexté cualquier tontería, dejé unos billetes en la mesa y abandoné la cafetería, dejando a aquella mujer sumida en la incredulidad y el pasmo.
  Cuando esa noche me encontraba en casa, recostado sobre mi cama sin destender, me maldije una y mil veces por mi incomprensible actitud. No podía discernir las causas de aquel comportamiento irracional. No obstante, luego de mucho pensar y repensar el asunto, llegué a una conclusión que me pareció incuestionable: con todo lo hermosa y sensual que fuera aquella escritora, con toda su abierta y absoluta cachondería, faltaba en ella algo que me parece básico en una mujer para estar con ella en la cama: la dificultad.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Ahuevo... ahuevo, ya hacia falta uno de esos en este blog. Chingón Don H y gracias por compartirlo. Saludos.

MoLaRoCk dijo...

Wow Hugo, que buen texto, parecía el inicio de una novela.
Saludos!

Denisse Berman dijo...

¿La dificultad? Deja un recado con un mi representante. :P

Kafei dijo...

Wow... erecciones cercanas del tercer tipo!!

Eso de la dificulad pasa a segundo plano, apuesto que algun individio que vio toda la escena, se llevo a la escritora a ese lugar privado al que tu no quisiste ir, y la pasaron de maravilla con puro sexo sin ataduras.

Hablo como si tu fueras ese que abandono el cafe.

Unknown dijo...

soy fan

judith dijo...

Más bién yo creo que no te animaste porque la dama te ganó el control de la situación.....no te dejaste seducir...
Fué cobardía ante tamaño mujerón? O simplemente se te hizo vulgar que ella tomara las riendas de la situación?