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Hace exactamente veintitrés años, a principios de 1987,
El Pantera entró en mi vida. Lo hizo de manera impensada, inesperada, pero altamente satisfactoria y divertida. Me explico.
En plenos años ochenta,
El Pantera era una de las historietas más exitosas de editorial Vid, la misma que producía a
Memín Pingüín,
Lágrimas, Risas y Amor y
Rarotonga, entre muchos otros títulos. Yo tenía cuatro años de colaborar como “argumentista” (es decir, guionista) para dicha empresa. Hasta ese momento,
El Pantera era escrito por su creador, Daniel Muñoz (Q.E.P.D.), a quien tuve oportunidad de conocer por ese entonces. Por cuestiones de dinero, Muñoz se peleó con los directivos de aquella editorial (es decir, la familia De la Parra) y se fue con sus cosas a otra parte. Sin embargo, los derechos de
El Pantera pertenecían a Vid y una mañana, sin decir agua va, Jorge Morett, uno de los directores de la compañía, me puso ante la disyuntiva de hacerme cargo de los guiones de aquella historieta semanal. La oferta resultaba muy atrayente, todo un reto que acepté luego de algunas consideraciones de tipo ético (¿era correcto tomar la historieta de un compañero que se había ido? ¿No me convertía con ello en una especie de esquirol?). En fin.
Escribí treinta y tantos capítulos de
El Pantera. No hice más porque diez meses después de irse, Daniel Muñoz se congració con los altos mandos de la editorial y regresó a hacer la revista, por lo cual me la quitaron del mismo modo intempestivo como me la habían dado. No obstante, pude conocer a fondo la personalidad del personaje, un tipo dicharachero (su jocoso lenguaje y sus frases eran de antología), contradictorio (era valiente pero de repente se acobardaba), galán (no había mujer que se le fuera viva), inteligente (o más bien lleno de mañas y astucia) y sobre todo de extracción eminentemente popular. La historieta se vendía muy bien porque la gente se identificaba con Gervasio Robles,
El Pantera, y su segundo de a bordo,
El Gorda con Chile (así se llamaba, lo juro).
Todo lo anterior viene a colación porque cuando Televisa estrenó hace tres años –en su efímera barra
Series hechas en México de Canal 5- la versión televisiva de
El Pantera, la verdad me decepcionó. Yo esperaba algo mucho mejor y mucho más apegado al espíritu del personaje. Pero ese
Pantera era otra cosa. Ahí, el humor ocurrente de Gervasio Robles simplemente no existía. A cambio, teníamos a un sujeto frío, desangelado, sin la apostura de barrio del original, un héroe (es un decir) sin el menor chiste y sin chispa alguna que se desempeñaba en un Centro Histórico capitalino sórdido, miserable, sucio, de tonalidades sepias, lleno de drogadictos irredentos, delincuentes
malotes y prostitutas vulgares. Todos muy feos, por cierto.
Flaco favor le hizo
El Pantera (la serie) al Distrito Federal, al presentarlo como un verdadero infierno, como una ciudad inhabitable y peligrosa, algo así como la Tijuana que mostraba la película
Traffic de Steven Soderbergh (2000), sólo que esa visión era la que tienen muchos gringos de México y en el caso de
El Pantera se trataba de mexicanos que hicieron lo propio y lo hicieron con una propuesta estética más tremendista y deprimente que película de Arturo Ripstein.
Para colmo, el programa apareció como “basado en un
comic”, sin dar el debido crédito al buen Daniel Muñoz, quien desde la tumba no podía protestar ante (como diría el original
Pantera), esa
chacalada. Por cierto, ¿a quién le habrán pagado los productores por los derechos del personaje?