jueves, 11 de marzo de 2010

Alejandro González Rubín


Fue sin duda mi mejor amigo de la infancia. Vivíamos en la misma cuadra, en la calle de Magisterio Nacional, en el pueblo de Tlalpan, a escasas dos cuadras del centro. Debo haberlo conocido en 1961, cuando ambos entramos a primero de primaria, en el Colegio (¡de monjas!) Hernán Cortés (of all names). Él era un niño correctísimo (más aún que yo) y catoliquísimo (mucho más aún que yo). Nos llevábamos bien, aunque él tenía un carácter disparejo que hacía que muy seguido nos enojáramos. Sobrino nieto del millonario empresario español Santiago Galas (de amplia fama entre los tlalpeños), vivía en un enorme conjunto de casonas familiares que ocupaban casi media manzana. Como amigos, pasamos cerca de diez años (toda la primaria -aunque en quinto él se fue al Simón Bolivar y yo al Espíritu de México- y la secundaria -él en el mismo Simón Bolívar y yo en la 29, de gobierno). Su padre se llamaba Florencio y su mamá Guillermina. Su hermano mayor era Guillermo (homosexual, aunque en aquella época eso no se podía decir) y a su hermana menor le decían Bibi. Tenía un perro bóxer maravilloso en su nobleza (el Iru), al que a veces trataba mal y yo defendía. Jugábamos a mil cosas, desde futbol hasta canicas y vaqueritos. Con él y otro amigo, Gerardo Aguayo (quien luego se iría a vivir a Guadalajara) formamos un grupo de rock con guitarras de triplay y ligas a manera de cuerdas y una batería de cajas de cartón y platillos de lámina que nosotros mismos construimos. Poníamos discos de cuarenta y cinco revoluciones y hacíamos la mímica de que tocábamos, sobre todo música de los Monkees (él era David Jones y yo, Mike Nesmith, gorrita de estambre incluida), nuestros ídolos de aquel tiempo (era 1966 o 1967). Teníamos como club toda una de aquellas casonas (la maravillosa casa vacía, a la cual sigo recordando como un verdadero paraíso y que si en mí estuviera la posibilidad, adquiriría sin duda hoy mismo). Luego la casa fue ocupada por un tío suyo y nos refugiamos en un cuarto del sótano de la casa de los González Rubín, donde por cierto pinté un mural con los personajes del Submarino Amarillo de los Beatles (ya para entonces nuestros nuevos ídolos en lugar de los fraudulentos Monkees). Lo hice con pinturas Vinci y la verdad es que quedó muy bien. Me pregunto si todavía existirá. Él y yo estudiábamos inglés juntos, en una casa de la misma cuadra, con la Miss Arnold, nuestro primer símbolo sexual, ya que le encantaba cruzar las piernas y mostrar sus muslos, lo cual nos provocaba fantasías eróticas sin fin. También pasábamos horas asomados a una barda, al final del inmenso terreno que nos servía de escenario para múltiples juegos y para andar en bicicleta. Desde ahí veíamos pasar los coches, muchos de ellos conducidos por mujeres en minifaldas que nos deleitaban al mirarles los ligueros de las medias. Ciertamente terminamos por ser unos preadolescentes muy calenturientos. Yo era cada vez menos católico y él en cambio lo era más. Tanto que entró como baterista al grupo musical que tocaba en las misas de Santa María de los Apóstoles y nos fuimos distanciando. Yo empezaba a tocar la guitarra y a juntarme con otros amigos. Todo ello por ahí de 1969 y 1970. Desde entonces lo vi muy pocas veces y hoy no tengo idea de lo que fue de él. Supongo que se habrá casado y tendrá hijos, aunque no sé qué estudió. Lo recuerdo porque hoy es día de su cumpleaños número cincuenta y cinco (nació exactamente quince días antes que yo, el mismo año). Me encantaría verlo para saludarlo y ponernos al día. Fue mi mejor amigo de la infancia: aquel güerito, delgado y bajito llamado Alejandro González Rubín.

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