domingo, 27 de febrero de 2011
Un pequeño cuento erótico
En ocasiones, el deseo se vuelve tan fuerte e irresistible que no podemos oponernos a sus poderosos designios, ni siquiera ante el peligro de que lo que estamos haciendo pueda ser ilícito y poner en riesgo incluso a nuestra libertad. Algo así me pasó hace muy poco, cuando en una reunión conocí a una jovencita verdaderamente hermosa y, sobre todo, provocativa y sensual.
Desde que llegué a aquel apartamento, noté en seguida su presencia y no pude evitar clavar mi mirada en ella. Me sentía un poco mal, ya que soy, digamos, un adulto que en unos diez años irá a tramitar su credencial del Insen y aquella damita tenía todo el tipo de una adolescente, de una Lolita en potencia. No era muy alta, pero tenía un cuerpo perfecto y voluptuoso que hacía resaltar gracias a una brevísima blusa escotada y a unos pantalones que se untaban a sus piernas torneadísimas y a sus nalgas firmes, redondas, delicadamente paraditas.
–Se llama Arcadia –me dijo pícara y divertida una amiga, al darse cuenta de los ojos de deseo que brillaban en mi rostro atónito ante semejante portento. –Si quieres te la presento.
–Es una chavita, se va a sacar de onda de que alguien como yo la quiera conocer. Podría ser su papá –comenté tan hipócrita como excitado y ansioso.
–Le gustan los hombres maduros, no te preocupes.
Cuando estreché su mano, sentí escalofríos y al contemplar la sonrisa franca y coqueta con la que me miraba, decidí que tendría que ser mía esa misma noche. Poco me importó que pudiera ser menor de edad. Porque si alguien me hubiera dicho que la joven tenía quince años, se lo hubiese creído. Sin embargo, ese cuerpo elástico y voluptuoso me atraía como la miel a las hormigas.
La saqué a bailar y ella aceptó gustosa. La música era lenta y acompasada y sirvió para que danzáramos muy juntos, con nuestros cuerpos casi adheridos. Imposible evitar la erección, imposible disimularla, más aún cuando ella repegó su angelical pubis contra el mío. Al sentir la dureza de mi miembro me sonrió, mientras mordía su labio inferior en una graciosa mueca cómplice. No me separé de ella en toda la noche, a pesar de que otros invitados querían que la jovencita bailara con ellos. Lejos de molestarla, aquel egoísmo mío pareció halagarla y fue entonces que susurró en mi oído, mientras lo acariciaba con su lengua húmeda, un “vámonos a otra parte” que terminó de encenderme.
Media hora más tarde, nos hallábamos en la soledad de un cuarto de hotel, el primero que salió a nuestro paso. Ella tomó la iniciativa. Me empujó sobre la cama, abrió mi pantalón y sujetó mi pene con una maestría inaudita, para llevarlo a su boca y lamerlo con tal ritmo y suavidad que me causó electrizantes golpes de placer. Parecía una púber que chupaba una paleta y eso me excitó aún más. Cuando se desnudó y la penetré al fin, su entrepierna me apretó tanto que pensé que era virgen y la culpa estuvo a punto de hacer que me detuviera. Pero era imposible.
En medio de los espasmos previos al mutuo orgasmo, alcancé a preguntarle con voz entrecortada.
-Por el amor de Dios, dime qué edad tienes.
Ella sonrió un tanto irónica y respondió.
-Justo hoy cumplo dieciocho. Así que cállate y dame ya mi regalo.
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