Dicen los enterados que la vida privada de quien escribe en un diario no debería reflejarse ni por asomo en sus textos. Así pues, no voy a decir a mis lectores que estoy sumido en la depresión más jodida. Tampoco les contaré de mis cuitas sentimentales ni de las broncas maritales que me han conducido a un virtual callejón sin salida. Después de todo, ¿a quién le importa además de al que esto escribe y a dos que tres amistades o familiares cercanos? Hablemos en cambio de un hecho cultural cada vez más difundido en nuestra sociedad posmodernizada. Me refiero, sí, al truene.
¿A qué se debe que la tasa de divorcios y separaciones sea actualmente tan alta? En otros tiempos, las parejas se casaban (nada de uniones libres, por supuesto), se reproducían y morían. Poco importaba que sus integrantes llevaran una relación de perros y gatos, que se aborrecieran a muerte, que dejaran de hablarse durante años y acabaran deseando los mayores males para la contraparte. El matrimonio era una institución intocable y ¡ay! de aquél que no lo respetara. Si alguien cometía la fatal osadía de divorciarse, era de inmediato tildado de pecador y hereje. La parentela le retiraba la palabra y lo condenaba al ostracismo y la soledad más terribles. Pero eran, como dije, otros tiempos.
Hoy la cosa es distinta y no tiene caso entrar en detalles por todos sabidos. ¿Quién no ha vivido un truene? Es la cosa más normal, más común y corriente. Le sucede a cualquiera, no es algo del otro mundo. ¿Que tu mujer (o tu hombre) te estuvo viendo la cara durante años sin que te dieras maldita cuenta? ¡Hombre (o mujer), no hay que hacer una tormenta en un vaso de agua! ¿Que anduvo con otros(as) en tanto tú confiabas absolutamente en su fidelidad? Pecata minuta, camarada. A final de cuentas, existen cosas más importantes en este mundo que la separación de una pareja. Hay gente que lleva hasta cuatro o cinco divorcios, ¿y tú te amargas por uno? Es el truene, maestro; un hecho cultural típico de este fin de siglo tan yupi y tan posmo. Es más, la categoría de divorciado te da cierta distinción, un aire interesante que puedes usar para nuevos ligues y, claro, nuevos truenes. O como dice la canción de Bobby McFerrin que tanto gusta a los young urban professionals de aquí y de acullá: don't worry, be happy.
(Publicado originalmente el 7 de mayo de 1992 en mi columna "Bajo presupuesto" de la sección cultural de El Financiero)
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