Hay novelas que uno va dejando “para después”, mientras los años pasan, y al final posiblemente el tiempo nos alcance sin que las hayamos leído. De seguro eso me sucederá con varias. Pienso en El Quijote de Cervantes, En busca del tiempo perdido de Proust, la saga de La comedia humana de Balzac, el Ulises de Joyce, El sonido y la furia de Faulkner o el Palinuro de México de Fernando del Paso, por sólo mencionar algunos libros a los que he intentado entrar pero me han repelido por distintas circunstancias. Tal vez algún día lea algunos de ellos. No lo sé.
Algo semejante me sucedía con La guerra y la paz (o Guerra y paz) de León Tolstói. Dos o tres veces había empezado a leerla, pero a las pocas páginas el libro se me caía de las manos. La trama inicial no me atrapaba y terminaba por desistir. Y eso que Anna Karenina, del propio Tolstói, me fascinó. ¿Qué sucedía entonces con la que se considera la obra cumbre del que quizá sea el mayor literato ruso de todos los tiempos, incluso por encima de Dostoyevski (de quien amo Crimen y castigo, Los hermanos Karamazov, El sepulcro de los vivos –también conocida como Recuerdos de la casa de los muertos– y El idiota, principalmente, y no tanto El doble o El eterno marido que me aburrieron un poquito)? Tampoco lo sé.
El caso es que hace tres o cuatro meses emprendí de nueva cuenta la lectura de La guerra y la paz (prefiero el título en español con sus respectivos artículos determinados) y esta vez no sólo logré sortear las primeras cincuenta páginas –con su en apariencia frívola descripción de la alta sociedad rusa de principios del siglo XIX, sus fiestas, sus diálogos vacuos y sus relaciones de clase– sino que me involucré en las historias de sus numerosos personajes, hasta dejarme envolver por la atmósfera de ese inmenso y fascinante país dominado por los zares y por el clima de guerra que lo envolvía en aquel entonces, cuando el poderoso Napoleón Bonaparte amenazaba con invadir Rusia y doblegarla a sus intereses (una visión muy distinta a la que presenta mi novela favorita de todos los tiempos, El rojo y el negro, de Stendhal, en la que su personaje principal, Julian Sorel, es gran admirador de Napoleón).
La guerra y la paz es un grande y muy extenso fresco (la versión que leí tiene más de 600 páginas, aunque sé que existe otra versión con 200 páginas más y acabo de enterarme de que en Rusia se descubrió hace poco otra con ¡mil 200!) de la sociedad rusa de hace 200 años, en sus diferentes estratos, aunque sobre todo en el de la nobleza. Una nobleza paradójicamente afrancesada, para la cual todo lo francés resultaba elegante y que se veía en la situación de tener que luchar a muerte contra el país que tanto admiraba.
Por un lado, se trata de un gran relato patriótico, pero sin caer en el patrioterismo. Tolstói tenía un ojo muy crítico y sus personajes y situaciones jamás resultan maniqueas. Por el contrario, personajes como Pierre Bezújov (el héroe de la novela y, se dice, alter ego del propio autor), Nikolái Andréievich, Natasha Rostova, María Bolkónskaya, Andrei Bolkonsky, Platón Karatáiev o el propio general Mijaíl Kutúzov que encabeza al ejército ruso contra las huestes napoleónicas son descritos con sus luces y sus sombras, con sus virtudes (no muchas) y sus defectos (bastantes y en ocasiones demasiados), pero siempre nos resultan cercanos y por momentos hasta entrañables.
Otro punto que impresiona en el libro es la cruenta descripción de las batallas, en especial la de Austerlitz, y la manera como sentimos que cada soldado caído es un ser humano y no un número estadístico (en ello empariento a La guerra y la paz con otra novela que leí más o menos recientemente: la impresionante Sin novedad en el frente, del alemán Erich Maria Remarque, aunque esta se desarrolla durante la Primera Guerra Mundial). También es terrible la manera como Tolstói describe la destrucción de Moscú, arrasada por los incendios a la llegada de las fuerzas invasoras francesas.
Dice Mario Vargas Llosa que la novela tiene mucho más que ver con la paz que con la guerra y es cierto. Se trata de un relato eminentemente humanista y hasta compasivo con las desgracias que acarrea en las personas concretas el espanto del conflicto bélico. Eso es lo que le da su carácter universal; aparte, claro, de la genial pluma del gran Lev Nikoláievich Tolstói. Porque además de las circunstancias narradas, el escritor permite que los personajes reflexionen sobre temas filosóficos, sobre el amor, sobre la religión, sobre la lucha entre el bien y el mal, sobre la propia guerra. Pero también conocemos su vida cotidiana y sus conflictos y anhelos sentimentales. Hay parejas que se enamoran o se desenamoran, traiciones personales, rencores, revanchas, amistad, ambición, solidaridad, envidia, maldad, corrupción, valentía, cobardía… En fin, toda esa gama contradictoria que nos define como seres humanos y que no ha variado a lo largo de miles de años. O de doscientos.
(Publicado el día de hoy en mi columna "Plumas de caballo" del sitio Juguete Rabioso)
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