En mis pininos como cinéfilo, cuando tenía catorce o quince años y me iba al cine
solo, a veces desde el pueblo de Tlalpan hasta el "Regis" de Avenida
Juárez que era nuestro cine de arte antes de que se inaugurara en 1974
la vieja Cineteca de Tlalpan y Churubusco (estoy hablando de 1969 o
1970; el "Regis" se caería en el terremoto del 85), alguien me dijo
(¿quizá mi hermano Sergio o alguno de sus colegas cineastas
superocheros?) que un buen amante del cine se queda siempre a leer los créditos
que aparecen al final de la película. Lo tomé como un dogma y así lo
hice durante largos años, a veces con el enfado de la persona o las
personas que me acompañaban ("¡Ya vámonos!" / "No, espérate, quiero ver
quiénes son los maquillistas, los stunts y, por supuesto, las canciones
de la cinta y sus intérpretes"). Los que no se quedaban a leer los
créditos (el 99 por ciento de los asistentes) me parecían unos
ignorantes y los miraba con sonrisa despectiva. Era yo un mamonazo al
respecto (bueno... y a otros respectos también). Ahorita que terminé de
ver una peli en Netflix (La chica del dragón tatuado, de David Fincher;
muy buena, por cierto, aunque al final se resuelve demasiado fácil), al
empezar los créditos, vi que durarían más de cinco minutos y me dio una
flojera espantosa. Por supuesto, no me esperé a leerlos.
¡En lo que
terminó aquel aferrado cinéfilo que fui: renegando de sus viejas
creencias!
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