miércoles, 26 de agosto de 2020

Del rock polarizado (o de la lucha de clases en el rock que se hace en México)

Desde hace varias décadas, en nuestro país subsisten dos clases de rock clara y hasta clasistamente diferenciadas: la del llamado rock urbano que se hace en las periferias y la del rock comercial, pasteurizado y políticamente correcto que producen músicos de procedencias y posiciones más o menos acomodadas. ¿Son estas dos tendencias contrapuestas o complementarias? ¿Existe la lucha de clases en el rock surgido en estos lares? ¿Cuál de ellos podría ostentarse como el verdadero rock mexicano?

Cuando surgió el rock en México, a finales de los años cincuenta, sus primeros exponentes eran miembros de la entonces clase media ascendente y conservadora. Jóvenes preparatorianos o universitarios en su mayoría, con la capacidad económica suficiente para poder adquirir discos importados y, sobre todo, instrumentos musicales tan caros como eran en ese entonces las guitarras eléctricas, las baterías, los pianos, los micrófonos. Sin embargo, al mismo tiempo había otros muchachos de menor escala social, pertenecientes a la clase media baja y que también querían rocanrolerar.
Al respecto, cuenta Federico Arana en su clásico libro Guaraches de ante azul: “En 1958, Leda  Moreno le enseñó a Diego de Cossío un catálogo de la Casa Fender. Deslumbrado por aquellas maravillas, el ‘requinto’ de los Black Jeans le encargó al señor Engler de Casa Verkamp una guitarra Jazzmaster y un bajo Precition. Por su parte, los Crazy Boys se hicieron con unas liras Fender de color blanco que eran la envidia de los pobretones.
“Al poco tiempo, Los Teen Tops adquirieron una guitarra Gibson de modelo económico y Pepe y sus Locos del Ritmo se conformaron con un par de japonesas Guya. Los Sonámbulos tuvimos que sudar betún para sacar a crédito una Melody Maker y otro tanto debe haber ocurrido con los demás grupos. Todo esto lo apunto porque, lejos de cuanto suele decirse, los rocanroleros del 58 éramos clasemedieros con ‘domingos’ de cinco o diez pesos decididamente insuficientes para aspirar siquiera a una guitarra de Paracho”.


Yo no soy un rebelde

En las colonias residenciales de los centros urbanos nacionales —el Distrito Federal, Guadalajara, Monterrey, Tijuana et al.— nació así una buena cantidad de agrupaciones influidas por el rock and roll de Elvis Presley, Bill Haley y sus Cometas, Gene Vincent, Duanne Eddy, Eddie Cochran, Buddy Holly, Jerry Lee Lewis, Roy Orbison, los Everly Brothers y hasta el chicano Ritchie Valens. Sólo algunos conocían al principio a los músicos negros provenientes del rhythm and blues (Big Joe Turner, Lloyd Price, Larry Williams, Albert King y otros), pero la irrupción de gente de esa raza como Bo Diddley, Fats Domino y sobre todo Little Richard y Chuck Berry hizo que el rock and roll se impusiera en nuestro país y se tranformara en rocanrol.
En un principio, los entonces llamados conjuntos se dedicaron a copiar las canciones provenientes de la metrópoli y sólo un poco después comenzaron a adaptar las letras, de manera muchas veces ingeniosa, a la idiosincracia mexicana. Así, grupos como Los Teen Tops (con “La plaga”, “El rock de la cárcel”, “Lucila”, “Popotitos”), Los Locos del Ritmo (con “Pólvora”, “Aviéntense todos”, “Chica alborotada”), Los Rebeldes del Rock (con “Siluetas”, “Rock del angelito”), Los Crazy Boys (con “Leroy”) y un largo etcétera lograron medio nacionalizar al rock estadounidense, aunque la música no era propia (salvo algunas excepciones como “Yo no soy rebelde” y “Tus ojos” de Los Locos del Ritmo” o “Vuelve primavera” de los Blue Caps).
El rocanrol duró apenas unos años y con la irrupción a principios de los sesenta de los baladistas (varios de ellos provenientes de aquellos primeros conjuntos) como Enrique Guzmán, César Costa, Alberto Vázquez, Manolo Muñoz, Julissa, Angélica María, Paco Cañedo y otros, el rock derivó en melcocha y los pocos grupos desaparecieron o se refugiaron en el ostracismo. 


¡Avandarooooooo!

Para la segunda mitad de los sesenta, los músicos de rock en México seguían perteneciendo a la clase media (los instrumentos eran todavía económicamente inalcanzables) y sólo algunos cuantos provenían de la clase obrera. Casi sin excepción, todos cantaban en inglés y eso incluía las cada vez más abundantes composiciones propias. Para cuando llegó el Festival de Rock y Ruedas de Avándaro, en septiembre de 1971 (hace ya casi 50 años), la gran mayoría de las agrupaciones tenía letras en el idioma de Shakespeare (aunque parecían escritas en el lenguaje de Chespirito, dada su elementalidad). Grupos como Peace and Love, El Ritual, El Amor, La Tinta Blanca, los Dug Dug’s, Three Souls in My Mind o la banda de Javier Bátiz grababan en inglés, para un público citadino con los ojos y los oídos puestos en el muy buen rock que se hacía por ese entonces en los Estados Unidos y la Gran Bretaña y que se difundía en estaciones radiofónicas como Radio Éxitos, La Pantera o Radio Capital.
Pero con Ávandaro llegó el desastre. Gracias al escándalo amarillista desatado por diversos medios de comunicación, el festival fue satanizado y con éste los grupos y por supuesto el público roquero. Se acusó al rock de incitar a la sexualidad abierta, a las drogas, al alcohol y al desenfreno. El gobierno de Luis Echeverría adoptó una posición dura contra esta música, apoyada indirectamente incluso por intelectuales como Carlos Monsiváis, quien lanzó su célebre e infortunada sentencia sobre el surgimiento de “la primera generación de norteamericanos nacidos en México”. El género en el país pasaba así a la virtual clandestinidad y con ello se aproximaba el arribo de un rock proletario y marginal. 


Un chavo de onda

Si algo hay que reconocerle al Tri de Alejandro Lora (sí, el mismo grupo que se llamaba Three Souls in My Mind) es que se mantuvo en la pelea durante esa etapa negra para el rock nacional que fue la década de los setenta. A lo largo de esos años, esa música debió refugiarse en la periferia de las ciudades. En el caso del Distrito Federal, las pocas agrupaciones se quedaron sin espacios para tocar y debieron conformarse con los siniestros pero salvadores hoyos fonquis (nombre que muchos atribuyen al escritor Parménides García Saldaña, aunque otros le niegan el mérito).
Los hoyos eran lugares que reunían todas las condiciones para no presentar conciertos. Insalubres, inseguros, con pésimo audio, sin las mínimas condiciones para escuchar música, francamente peligrosos, fueron sin embargo la tabla de salvación para el rock hecho en México. Ahí hallaron refugio multitud de grupos, incluso algunas de renombre como los ya mencionados Dug Dug’s, Enigma y Javier Bátiz o Arbol, Viva México y Paco Gruexxo, quien regenteaba su propio hoyo fonqui en Tlatelolco. Entre los hoyos más conocidos estaban el Chicago, el Tlalpizahuac, el Herradero, el Mandril y el Revolución, localizados en Tepito, la Nueva Atzacoalco, Pantitlán y diversos puntos del Estado de México como Ciudad Neza.


La polarización

Ya en los ochenta y los noventa, la clase media y la clase alta volvieron a poner sus ojos en el rock nacional y muchos jóvenes buscaron conformar sus propios proyectos. Un nuevo boom comenzó por allá de 1988, sobre todo porque algunas disqueras, algunas radiodifusoras y la televisión “descubrieron” que después de todo el rock en español podía ser un buen negocio. Niños egresados de las escuelas activas y que vivían en colonias de buen ver (desde la Condesa, la Roma y la Del Valle hasta Polanco y Ciudad Satélite, en el caso del DF y el área metropolitana) formaron banditas que pronto lograron la oportunidad de destacar en los medios, al ser firmadas por las compañías grabadoras casi sin pensarlo, no sólo en la capital sino también en ciudades como Guadalajara y Monterrey. De ahí provienen Caifanes, Café Tacuba, Maldita Vecindad (a pesar de que se disfrazaban de proletarios), Neón, Kerigma, los Amantes de Lola, La Cuca, Maná. Fobia, Bon y los Enemigos del Silencio y muchos más. Era un rock bien producido, pulcro, impoluto, que consumía sobre todo la clase media y que nada tenía que ver con ese otro rock que permanecía en la periferia, con un sonido muy peculiar. Porque mientras el rock clasemediero tenía mucha cercanía con el pop argentino y español y con el rock norteamericano y el punk y el ska británicos, el desde entonces llamado rock urbano apostaba musicalmente por la elementalidad bluesera, aunque con un toque muy particular que le daba identidad y peculiaridad. Grupos como los Blues Boys, el Haragán, Isis, Tex Tex, Mara, La Banda Bostik, Trolebús y varios más mucho le debían al estilo de El Tri y algo asimismo al llamado rock rupestre de trovadores como Rockdrigo (ya para entonces fallecido), Jaime López o Rafael Catana (aunque había otras bandas como Rebel D’Punk y Atoxxico —¡en la que cantaba aquel tristemente célebre líder estudiantil universitario conocido como “El Mosh”!— que apostaban por un punk desaforado o Transmetal, Corruptor y otros que iban por el lado del heavy metal). Quedaba así marcada una división polarizada entre el rockcito para jóvenes de nivel socioeconómico medio y alto y el de los chavos hijos de la clase trabajadora y/o desempleada que carecían de medios suficientes y de disqueras trasnacionales que los voltearan a ver (pequeñas compañías mexicanas como Discos Gas o Discos Denver fueron de las pocas que les tendieron un lazo y apostaron por el mercado marginal).


A manera de apresurada conclusión

Para principios del nuevo siglo, la tendencia nacida a finales de los ochenta se mantuvo. El rockcito continuó en las grandes casas discográficas, los canales de televisión, las estaciones de radio y los medios escritos, con nombres como Plastilina Mosh, Austin TV, Vaquero, Zoé, Porter y un largo etcétera de agrupaciones conformadas por niños bien del DF, Guadalajara, Monterrey, Tijuana y una que otra ciudad más, jovencitos y no tan jovencitos que podían viajar al extranjero y hasta conseguir productores renombrados internacionalmente.
Del otro lado, el rock urbano continuó un poco en la sombra mediática pero con gran aceptación entre muchos seguidores, tal como lo confirmaban los multitudinarios conciertos de gente como Charly Montana (q. e. p. d.), El Haragán y Compañía, Tex Tex (con Lalo Tex, q. e. p. d.), Víctimas del Dr. Cerebro, Interpuesto, Sur 16, Mara, Heavy Nopal, Huízar, etcétera.
En medio de las dos partes había un gran espectro de bandas de surf, ska, punk y otros géneros que se acercaban a un lado o al otro. Hoy —a pesar de que el rock se halla en crisis, debido al peso de la industria que ha apostado por géneros tan discutibles como el hip-hop edulcorado o el reguetón—, la división sigue existiendo y conforma dos mundos, dos planetas, dos universos no precisamente paralelos sino en muchos aspectos contrapuestos. Son dos puntos que no se tocan y que difícilmente llegarán a tocarse alguna vez.
¿Porque cómo se podría conjuntar, por ejemplo, a Zoé con Los Cogelones, es decir, a la colonia Condesa con Ciudad Neza? Sólo en un disco tributo de algún grupo de cumbia o de banda.

(Publicado el día de hoy en "Acordes y desacordes", el sitio de música de la revista Nexos)

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