martes, 23 de abril de 2019

Un cuento voluntariamente inconcluso

Noté que ella me miraba desde el momento mismo en que tomé asiento ante la mesa donde daría mi conferencia. Se había instalado en primera fila y no me quitaba la vista de encima. Su rostro parecía esculpido por un artista del Renacimiento, así de perfecto y armónico era, y su cuerpo..., Dios, su cuerpo... Jamás vi antes un físico similar.
  Luego de las presentaciones de rigor, di inició a mi charla. Hablé del periodismo cultural que se hace en México, de sus vicios, sus problemas, sus limitaciones. Me referí a las mafias que a pesar de un pluralismo aparente, continúan dominando, desde sus muy específicas trincheras, a la llamada alta cultura. Conforme iba desarrollando el tema, la mirada de la soberbia mujer se hacía cada vez más fija y profunda. Sentía que aquellos grandes ojos azules me penetraban y recorrían todo mi cuerpo y toda mi alma. Me provocaban un placer tan intenso que de pronto perdía el hilo de mis ideas. Traté de ignorarla, de concentrarme en la ponencia. Después de todo, me debía a la multitud que había atiborrado el auditorio de aquella universidad de provincia con el solo propósito de escucharme y sin embargo...
  Estaba a punto de culminar mi plática cuando así, de repente, ella se levantó de su lugar y me dirigió una inequívoca sonrisa. Era uno de esos gestos, altamente sugerentes, cuyas intenciones no dejan lugar a dudas. Luego encaminó sus pasos rumbo a la salida y por segundos que parecieron centurias enmudecí en la contemplación de sus corpóreas redondeces. Perdí la noción del tiempo y del espacio, hasta darme cuenta de que el público me veía con extrañeza. Un tanto confundido y otro tanto avergonzado, me disculpé y prometí regresar en dos minutos. Hubo murmullos a mi alrededor, al tiempo que corría con grandes zancadas hacia la puerta del auditorio. Al salir, me encontré con ella frente a frente.
  -Sabía que vendrías tras de mí -me dijo con expresión triunfal.
  Yo no supe qué responder y me perdí en aquellos ojos suyos, profundos como un lago espectral.
  -Vamos a un bar -ordenó.
  Le dije que era imposible, que el público me aguardaba, que mi responsabilidad y mi profesionalismo me obligaban a retornar a la mesa y terminar mi conferencia.
  -Tengo ganas de beber contigo -dijo, aumentando la intensidad de su mirada.
  Imposible resistir. La tomé de un brazo y salimos sin volver la vista atrás. La calle lucía solitaria y soplaba un viento helado. Ella se apretujó contra mí y pude sentir uno de sus firmes y magníficos senos sobre mi brazo. Me estremecí, antes de instalarme en el colmo de la felicidad.
  -Conozco una pequeña cantina que te va a encantar. Está en la parte baja de un hotel.
  La manera insinuante como pronunció la palabra hotel me hizo adivinar las intenciones de la bella dama, cuyo nombre no quise averiguar. De pronto, al cruzar por un penumbroso callejón de la colonial ciudad donde nos encontrábamos, me detuvo en seco, me miró de frente y me dijo algo que aunque esperado no dejaba de resultar asombroso...

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