jueves, 27 de junio de 2019

Rojo sangre

Eran más de las doce de la noche. Me había quedado en la redacción del diario para corregir algunos reportajes pendientes. El pequeño rincón donde se encontraba la sección de cultura y espectáculos lucía por completo solitario. Me gustaba esa soledad, sabía disfrutarla. De pronto, cuando más concentrado estaba en la revisión de un texto sobre la corrupción en cierta sociedad de escritores mexicanos, pude sentir su presencia a mis espaldas. Por algunos segundos me quedé inmóvil, sin saber qué hacer. Fingí que seguía trabajando y entonces escuché una voz que resumía buena parte de lo que puede volver atrayente a una mujer: dulzura, sensualidad, calidez, firmeza; era una pronunciación perfecta, con una entonación grave e intencionada.
  –Sabía que ibas a estar aquí –dijo.
  Me volví con lentitud para alargar el tiempo, para prolongarlo con el fin de retardar el momento, mágico o decepcionante, en el cual mis ojos descubrieran a la dueña de aquella voz. Ganó la magia. Era una hembra de belleza sobrehumana, con el rostro más sublimemente cincelado que había yo visto en mi vida. Sus iris de miel me contemplaban sonrientes, como sonriente era su naricilla respingada, como sonrientes eran, claro está, sus labios carnosos, afrancesados.
  –Sabía que ibas a estar aquí –repitió.
  Yo estaba mudo, no atinaba a pronunciar palabra. Y ella seguía sonriéndome. Me sonreía también, de algún modo, de muchos modos, con su cuerpo esbelto y flexible, con sus pechos desnudos bajo la ajustada y delgada licra de su vestido rojo fuego rojo sangre rojo lava, con su cintura abreviada que dejaba adivinar un ombligo de hondura prodigiosa, con sus piernas de palmera enfundadas por aquellas invitantes medias negras.
  –¿No te acuerdas de mí? –preguntó, mientras ladeaba apenas la cabeza, con paradójico candor infantil.
  Por todos los santos. ¿Cómo iba a acordarme de aquella hembra de rubia y suave cabellera si nunca antes la había visto? Portento tal jamás se habría borrado de mi memoria, tan presta a olvidar los rostros de los varones y tan exacta al guardar los de las damas. No, eso hubiera sido imposible.
  –La verdad es que no –aventuré titubeante, abrumado por aquel sol.
  –Fue hace cinco años, cuando fuiste a dar un curso a mi tierra, Mexicali. Yo era tu alumna. Me impresionaste tanto con tu sapiencia, tu simpatía, tu facilidad de palabra. Desde entonces no he dejado de pensar en ti, de soñar con que volvieras allá y pudiéramos conversar, conocernos, profundizar el uno en el otro. Imaginé tantas cosas, pero el tiempo transcurrió y de ti sólo sabía por lo que escribías en el periódico. Hasta que desesperé y decidí venir a la montaña.
  Quise recordarla, pero por más esfuerzos que hice no fui capaz de conseguirlo. Quién sabe. Quizás en ese tiempo ella era una adolescente delgaducha e intrascendente que se confundía entre la masa de quienes acudieron a mi curso. Aunque, ¿cuál curso? Nunca di un curso en Mexicali. Ni siquiera estuve alguna vez en esa ciudad. Ella mentía. Mentía abiertamente. Y sin embargo, no me atreví a contradecirla. Y mentí de igual modo.
  –Claro, ya me estoy acordando de ti. En Mexicali, sí.
  Su sonrisa se hizo más deslumbrante. Sus dientes eran como perlas recién salidas del mar. No dejaba de sonreír, mas tampoco decía cosa alguna, lo cual resultaba bastante embarazoso.
  –Bueno, estoy a punto de partir, no sé si te gustaría ir a algún lugar para tomar una copa –dije por decir algo.
  –Me encantaría.
  Me olvidé de lo que estaba haciendo antes de su sorpresiva llegada, apagué la computadora y me apresuré a tomar mi chamarra.
  –¿Vamos?
  Salimos a la calle. A pesar de la avanzada hora, el clima era muy agradable. Todo parecía perfecto. Ella me tomó del brazo y juntos caminamos, sin prisas, hasta un bar cercano. Entramos y las miradas de los escasos parroquianos se concentraron en nuestra presencia. A ella, los hombres la observaban con lascivia; a mí, con envidia. Ocupamos una mesa solitaria, íntima, al fondo del salón. Ordené una botella del mejor ron y hielo, mucho hielo. Tenía antojo de beberlo así, en las rocas, y mi compañera estuvo de acuerdo. Mientras el mesero regresaba, ella se disculpó con la frase eufemística de que iba al tocador. La vi alejarse. La esférica redondez de sus nalgas era un absoluto geométrico.
  Llegaron la botella, los hielos, los vasos. Decidí aguardar a que ella retornara. Una destartalada sinfonola dejaba escuchar las voces y las guitarras de un trío, el cual interpretaba una melodía que me pareció familiar, si bien mi incultura bolerística me impidió reconocerla. Eché una ojeada alrededor. Ya nadie me observaba. Era preferible. Los minutos fueron pasando, uno tras otro, y ella no regresaba. Comencé a inquietarme. Pensé en servirme un poco de ron, pero la caballerosidad me obligaba a esperar a mi invitada. Un cuarto de hora, media hora. Mis dedos tamborileaban cada vez más impacientes sobre la mesa. Al notar mi nerviosismo el mesero se me acercó.
  –¿Algún problema, señor?
  –No... Es decir, sí... La señorita que llegó conmigo... Bueno, ella entró al baño hace un buen rato y no ha salido. ¿Podría alguien ir a ver si se encuentra bien?
  El tipo me miró como se mira a un desquiciado. Y me habló muy acomedido.
  –Disculpe el señor, pero usted llegó solo.
  Sus palabras me traspasaron como alfileres.
  –Oiga, no. Mi acompañante es una mujer de muy buen ver. Rubia. Trae un vestido rojo y medias negras. Todo el mundo se fijó en ella cuando entramos. Imposible que usted mismo no la haya visto.
  Esta vez su mirada fue casi de lástima y me siguió la corriente.
  –Si el señor lo dice es porque así debe ser. Nos cercioraremos de que a la señorita nada le haya pasado.
  No dijo más y se alejó, moviendo la cabeza en señal de compasión. Era obvio que me tomaba por un borracho loco. Decidí entonces servirme una buena porción de licor y la apuré con exasperación. Me serví una más y vaso en mano, me levanté de la mesa y dirigí mis pasos al baño de damas. Nadie me vio entrar y nadie había en su interior. Estaba por completo vacío. Me sentí ridículo, burlado; aquella infame me había visto la cara de imbécil, tal vez pagada –pensé– por alguno de mis múltiples enemigos. Iba a salir de los sanitarios, cuando vi algo que me heló la sangre.
  Dibujada en la pared estaba la imagen de una mujer rubia, preciosa, de cuerpo perfecto, ataviada con un ajustado vestido rojo y medias de negro tejido. Era terriblemente real. Y me miraba. Me miraba desde aquellos iris de miel y desde aquella sonrisa que de pronto se había tornado sarcástica, juguetona, desafiante. Lo único que se me ocurrió entonces fue alzar mi vaso, verla a la cara y brindar con ella.

No hay comentarios.: