sábado, 9 de julio de 2011
Fábula del lemming que se creyó mesías*
Había una vez una gran manada de lemmings, cuyo líder, más avejentado y miope por los golpes de la vida que por su propia edad, se había convertido en un ser necio, irracional y obcecado. Por alguna extraña razón, los miles de lemmings que lo seguían le tenían un miedo atroz y no se atrevían a contradecir sus estrambóticas ideas. Su palabra era sagrada y se le consideraba tan infalible como a un mesías, por lo que todo aquel que se atreviera a contradecirlo o aun a poner en duda lo que afirmaba era de inmediato acusado de ser enemigo de los lemmings y cómplice de la mafia predadora que, según el patriarca, los quería exterminar.
A lo largo de varios años, todos los lemmings lo respetaron y creyeron en sus consignas con una fe ciega y ajena a cualquier vacilación. El fervor por el jefe era absoluto y los dóciles animalitos se comportaban como si hubiesen sido hipnotizados por sus arengas y sus frases incendiarias. Tal era la adoración sin límites y sin matices que profesaban por el taimado roedor mayor.
Pero he aquí que algunos de aquellos lemmings empezaron a recelar de su líder y a poner en cuestión sus prédicas. Varios de ellos fueron de inmediato acusados de corruptos y de estar aliados con la mafia predadora. El gran jefe no toleraba desafecciones y en cambio favorecía a todos los que lo veneraban o se sacrificaban por él, como aquel lemming afable, regordete y de curiosas barbas que perdió todo su prestigio al dejarse mangonear por su caudillo.
Al llegar el momento en que el lemming viejo tendría que dejar paso a un nuevo paladín, aquel se negó a retirarse y, lejos de eso, ordenó a su encandilada feligresía que sólo escuchara sus órdenes y lo siguiera hasta el fin. Terco y enajenado, tomó vuelo, gritó su última frase heroica, corrió hacia el desfiladero y se arrojó a él, seguido por miles de lemmings enfervorizados. Fue el fin de la enorme manada. El suicidio del líder se transformó en un suicidio colectivo.
La moraleja de esta fábula la dejo en su inteligencia, estimado lector (y en la de Marcelo Ebrard también).
*Publicado hoy en mi columna "Cámara húngara" de Milenio Diario.
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