Nos prometió un cambio y lo está cumpliendo. Un cambio sin rumbo cierto, vertiginoso, desbocado, desenfrenado, delirante y de bajada, siempre de bajada, como un tobogán interminable. Pero un cambio al fin y al cabo.
Desde que tomó el poder extraoficialmente, el 1 de julio de 2018, el presidente López Obrador no ha parado en su afán hiperquinético que tiene al país metido en una especie de máquina revolvedora que gira y gira sin cesar, sin que nadie, ni los propios partidarios del tabasqueño, sepan bien a bien o mal a mal cuándo se detendrá y qué será lo que finalmente salga de ahí.
Los indicios, sin embargo, no son en absoluto prometedores y mucho menos esperanzadores. Todo lo contrario. Ha dicho don López, en repetidas ocasiones, que todos debemos entender una cosa: que el suyo no es un cambio de gobierno sino un cambio de régimen. Lo que no ha dicho es qué clase de régimen tendremos, porque mientras afirma que él es demócrata, institucional, legalista, conciliador y defensor de los derechos de los ciudadanos, incluido el derecho a la libertad de expresión, en los hechos lleva casi once meses (cinco como presidente electo y seis más como presidente constitucional) demostrando exactamente lo contrario. La suya está siendo una presidencia autoritaria, centralizadora e intolerante que día con día divide a los mexicanos, se salta las leyes con memorandos y adjudicaciones directas, amenaza a los que disienten y, lo peor de todo, despoja de recursos a decenas de miles de personas que lo apoyaron, con tal de llevar a cabo proyectos delirantes y económicamente inviables. Como una especie de Robin Hood o Chucho el Roto al revés, quita dinero a la educación, la salud, el ambiente, la ciencia, la cultura y otros sectores fundamentales, para comprar clientelas por medio de pequeñas dádivas y para financiar locuras tan estrambóticas e irracionales como la refinería de Dos Bocas, el aeropuerto de Santa Lucía, el Tren Maya… o Probeis, su instituto beisbolero, al que dotó con un presupuesto de 350 milloncitos de pesos anuales contantes y sonantes, Una shulada.
Con la ayuda de la Secretaría de Hacienda y, muy especialmente de su implacable oficiala mayor, un personaje escalofriante de nombre Raquel Buenrostro (al parecer el cerebro –es un decir– detrás de la actual parálisis económica), el primer mandatario hace y deshace a su antojo, apoyado en la legitimidad que aún le dan los 30 millones de votos con los que ganó las pasadas elecciones, aunque la decepción y el enojo crecen de manera exponencial entre la gente de a pie, algo que la soberbia de los miopes personeros de la llamada Cuarta Transformación se niega a aceptar y que amenaza con echar por la borda, a mediano plazo, sus planes de permanecer en el poder durante varias décadas.
La gran duda es si aguantará el país la hecatombe a la que, según todo indica, nos conducen las decisiones del hombre que hoy manda y lo dicta todo (y cuando digo todo, es todo, incluidas las autorizaciones para los viajes de los funcionarios de su gobierno, como lo acaba de experimentar en carne propia la directora de Imcine, María Novaro, quien fue regresada del festival de Cannes porque al jefe máximo le pareció que su estancia allá era un gasto suntuario). ¿Cuál será la respuesta de la gente cuando empiecen a morir los enfermos de cáncer o de VIH por el recorte a los medicamentos? Sobre todo cuando se sabe que sí existen los recursos para comprarlos y distribuirlos, aunque la très sympathique et charismatique oficial Buenrostro se niega a soltar los dineros por quién sabe qué razones esotéricas?
Muchas personas han empezado a encarar al presidente en los aeropuertos o en los mítines, para reclamarle sus decisiones, y la respuesta de éste ha sido a veces titubeante, a veces evasiva y a veces iracunda. En lugar de diálogo, ofrece chistes o descalificaciones. Sus conferencias mañaneras están cada vez más desprestigiadas y el uso de falsos periodistas paleros (a quienes se ha apoyado ostensiblemente, incluso llevándolos a viajar al lado del presidente o de algunos secretarios de Estado, como el de Turismo, quien recientemente se los llevó a Acapulco) es tan evidente que negarlo cae en el terreno del cinismo. Un cinismo bastante ridículo, pero cinismo al fin y al cabo.
México va en caída libre por el tobogán de la 4T. El presidente lo niega y dice que son calumnias de los conservadores, de los fifís, del “hampa del periodismo”. Negar lo que resulta tan evidente y rehusarse a rectificar tantas malas determinaciones es la mejor receta para empeorar las cosas y precipitar al país en el vacío.
Helter skelter!, gritarían los Beatles.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario