Lo que muchos llaman rock mexicano, especialmente el que se viene haciendo de 30 años a la fecha, posee una curiosa característica, llamémosle un don, un toque de Midas que por desgracia no puede aplicarse a sí mismo.
Me explico.
A lo largo de las más recientes tres décadas, el rock nacional se ha caracterizado por su falta de identidad y por tratar de fundirse con otros géneros, en algo que muchos llaman fusión y yo definó como promiscuidad. De ese modo, al abjurar de sus raíces rockeras originarias, lo que buscó fue fundirse primero con el pop argentino y español y, más tarde, con músicas que podrían parecer impensables, como el bolero, el folclor latinoamericano, la onda grupera, el mariachi o la cumbia. Esto no provocó que el presunto rock que se hacía en México creciera o se viera enriquecido, pero sí otorgó a diversos intérpretes y creadores de otros géneros que, al ser tocados por la varita (no sé si) mágica del rock nacional, de golpe consiguieran una fama antes impensada y entraran en ámbitos y escenarios en los que jamás hubieran imaginado estar. Es el caso de gente como Paquita la del Barrio, La Tesorito, Los Tigres del Norte y, muy especialmente, cumbieros como Los Ángeles Azules y Celso Piña.
Celso Piña falleció de un infarto, el pasado miércoles 21 de agosto, a la edad de 66 años. Nacido en Monterrey el 6 de abril de 1953, su carrera artística fue larga y difícil, aunque su gran celebridad la consiguió hasta 2001, cuando el rapero Toy Selectah, del grupo Control Machete y parte del movimiento musical conocido con la etiqueta comercial de “La avanzada regia”, le produjo el disco Barrio bravo, del cual se lanzó el sencillo “Cumbia sobre el río”. El éxito de este tema –y del video respectivo– fue inmediato y dio a conocer el nombre de Piña en México y en el mundo de habla hispana. De pronto, el cumbiero casi subterráneo fue tocado por la varita del rock nacional y eso bastó para catapultarlo a la fama (en el disco participaron como invitados Rubén Albarrán, de Café Tacuba; Blanquito Man, de King Changó; Gabriel “El Queso” Bronsman, de Resorte; Alfonso Figueroa, de Santa Sabina y miembros del grupo El Gran Silencio, el cual ya experimentaba por ese entonces y con buena fortuna con la fusión de rock, hip-hop y ritmos tropicales).
Al año siguiente apareció el álbum Mundo Colombia, esta vez con colaboraciones de gente como Julieta Venegas, Alejandro Marcovich, Alejandro Rosso y el legendario “Flaco” Jiménez.
Hay quienes dicen sin embargo que la verdadera consagración de Celso Piña se produjo en 2003, cuando el escritor colombiano Gabriel García Márquez asistió a uno de sus conciertos, donde bailó y disfrutó de su música, para finalmente ir a estrechar su mano en los camerinos.
Convertido en celebridad y en sujeto de culto instantáneo, después de haber bregado duramente en los barrios bajos de la capital de Nuevo León, difundiendo la cumbia colombiana y creando todo un movimiento underground entre los sectores más populares de la ciudad, Celso Piña dio el gran salto, al ser aceptado por otras clases sociales y otras tribus urbanas. Ya no sólo era seguido por los cholos y por los llamados colombianos, sino por los rockeros de clase media urbana de todo el país, incluido el exclusivo sector hipster de la Ciudad de México, lo que en un país de cultura híper centralizada como el nuestro significaba prácticamente la bendición definitiva.
Esto no significa que la música de Piña sea de mala calidad o que se trate de un artificioso producto prefabricado. Nada más lejos que eso. En lo suyo, la cumbia colombiana, se trata de un muy buen artista. No el genio que la mercadotecnia quiso hacernos creer, al bautizarlo incluso con sobrenombres como “El rebelde del acordeón”, pero sí un intérprete que sabía lo que hacía y lo hacía con la autenticidad que le daban sus orígenes en los barrios más bravos de Monterrey.
El fallecido músico deja un apreciable legado musical, con casi una treintena de grabaciones, además de que Canal Once, la televisora del Instituto Politécnico Nacional, le produjo el documental Celso Piña: el rebelde del acordeón (2012), dirigido por Alfredo Marrón Santander, en el que se indaga el surgimiento de los sonideros y la gran popularidad de la cumbia colombiana en “La Indepe”, el barrio bravo de Monterrey en donde Celso creció y donde fue el primero en interpretarla en directo en bailes y fiestas familiares, hasta llegar a la fusión de ritmos que lo volvieron mundialmente conocido.
(Artículo que con el seudónimo de Alejandro Michelena escribí para "Acordes y desacordes", el sitio de música que coordino para la revista Nexos y que salió publicado el día de hoy)
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