lunes, 5 de noviembre de 2012

Cridens contra bitles

Siempre he sostenido que el arte no es una cuestión de competencia. Quien pinta un cuadro, escribe una novela, redacta un poema, esculpe una figura o compone una sinfonía debe hacerlo, pienso yo, a manera de expresión personal, sin más finalidad que la de externar, de manera auténtica y desinteresada, lo que tiene dentro de sí mismo.
  Tal vez se trate de una posición utópica o, peor aún, ingenua… y viéndolo bien, creo que lo es. Porque en el mundo real, en este mundo signado por la lucha del hombre contra el hombre (hombre en su acepción de ser humano, se entiende), en este mundo en el cual la idea de competencia y de ser “el mejor” se les enseña a muchos desde pequeños, el arte, por desgracia, no puede permanecer ajeno a ello. Por eso, el ideal del artista a quien sólo le interesa expresar lo que hay en su interior ha caído en desuso desde hace… ¿siglos?
  Decía Cioran que cinismo es ver las cosas como son y no como quisiéramos que fuesen. Desde ese punto de vista, tengo que aceptar, así sea a regañadientes, que hoy día el arte de la música es un terreno muy competido. Demasiado tal vez.
  Este sentido de competencia, inducido o no por los convencionalismo sociales y por la educación misma, ha sido fomentado por la industria musical y ello se ve claramente, por ejemplo, en la existencia de las famosas listas de popularidad. Los medios y las empresas disqueras sobre todo, aunque también los propios músicos, buscan a como dé lugar la posibilidad de alcanzar los primeros lugares en esas listas. Para ello, la mayoría se olvida de escribir canciones como un medio de expresión artística y trata de conseguir que sus composiciones tengan ganchos comerciales, que posean coros pegajosos y letras simples que puedan quedar en el consciente o, mejor todavía, en el inconsciente de quienes las escuchan. El público se convierte así en un mero receptor pasivo de melodías simples y repetitivas que comprará con oligofrénica alegría.
  Por supuesto que para llegar a los sitios más altos de esos hit parades se da una competencia feroz, en la que se olvidan escrúpulos, amistades y purezas artísticas. Hay que competir para ganar, para vender. El arte se transforma así en mera mercancía y pierde su esencia más preciada.
  Cuando era un adolescente, allá a fines de los años sesenta del siglo pasado, algunas estaciones de radio en AM solían producir programas en los cuales ponían a competir a algunos grupos de rock, contrastando a unos contra otros. Los más famosos fueron quizás el de Beatles contra Monkees en Radio Éxitos y el popularísimo Creedence contra Beatles (o Cridens contra bitles) de Radio Capital, en los que los radioescuchas llamaban por teléfono a la estación para votar por su agrupación favorita y ver cuál era la ganadora al final de la emisión. “¿Bueno, por quién votas?”, era la frase clásica de los locutores al responder las llamadas. Hasta donde recuerdo, nunca marqué para emitir un voto. Al menos eso espero.
  Este burdo ejemplo de competencia muestra hasta dónde puede llegar la estupidez de ese concepto. La mera idea de contraponer, de contrastar a un artista frente a otro resulta por demás absurda. No obstante, esto se ha dado incluso en la literatura barroca española (Góngora contra Quevedo) o en las artes plásticas mexicanas (muralistas contra pintores de caballete), por mencionar tan sólo un par de ejemplos culteranos.
  El síndrome del Cridens contra Bitles permanece también en el rockcito nacional (habría que ver la mala sangre que existe entre muchos músicos mexicanos al referirse en forma déspota a sus “competidores”) y no se ve que vaya a desaparecer algún día.
  El contraste puede ser positivo, cuando se usa para comparar diversas situaciones en busca de alguna conclusión. Pero si se utiliza como pretexto para impulsar la competencia salvaje, puede llegar a convertirse en un arma perversa. Así las cosas en este nuestro querido mundo.
  Bueno, ¿y usted por quién vota?

Mi columna "Bajo presupuesto" de este mes en la revista Marvin.

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