Dice Brett Martin, en su extraordinario libro Hombres fuera de serie (Ariel, 2014), que las series dramáticas de televisión han madurado hasta convertirse en un arte distintivo por sí mismo, una expresión artística y cultural tan importante como la que realizadores cinematográficos del tamaño de Martin Scorsese, Robert Altman, Francis Ford Coppola y otros lograron en la década de los setenta o escritores como John Updike, Philip Roth y Norman Mailer consiguieron en los noventa del siglo pasado.
El fenómeno de las series es una cuestión que rebasa el mero entretenimiento para alcanzar grados de calidad e inteligencia nunca vistos en la televisión, la cual hace mucho que dejó de ser la llamada caja idiota, cuando menos en cadenas como HBO, Showtime, AMC, FX o Showtime. Díganlo si no títulos que ya han alcanzado el estatus de clásicos, como Los Soprano, The Wire, Six Feet Under, The Wire, Deadwood, The Shield, Weeds, Dexter, Boardwalk Empire, Homeland, True Blood, True Detective, Breaking Bad, House of Cards, Shameless US, The Walking Dead, Game of Thrones o Mad Men.
¿A qué se debe este fenómeno surgido a finales de la década los noventa con el estreno de Oz en HBO? ¿Quiénes fueron los genios creativos que idearon una nueva manera de hacer televisión para sacarla del facilismo y de su sempiterna zona de confort, hasta convertirla en el modo de expresión más fino de la actualidad?
Porque las series de alta calidad no surgieron de la nada, no son un acto de generación espontánea. Detrás están nombres que quizás aún no consigan la popularidad de los que referí párrafos atrás, pero que no tardarán en ser reconocidos como es debido (algunos de hecho ya lo son). Apelativos como los de David Chase, David Simon, David Milch, Shawn Ryan, Beau Willimon, Jenji Kohan, Mathhew Weiner, Frank Darabont, David Benioff o Vince Gilligan representan a una nueva generación de grandes talentos (algunos cercanos al genio), generación que ha hecho una verdadera revolución y ha creado, también, a una nueva generación de televidentes mucho más críticos y exigentes.
A diferencia de Scorsese o Altman, reconocidos como directores de cine con una obra individual y de autor que viene desde la nouvelle vague francesa de los años sesenta, con los Truffaut, los Godard y los Rohmer, gente como Chase, como Milch o como Gilligan no son directores o realizadores: ellos están en otra parte, son showrunners, tipos que se encuentran más en contacto directo con los guionistas –y son guionistas también– que con los directores de escena.
Esta es una de las características más distintivas del nuevo arte televisivo: la importancia del guionista como sine que non de la industria, la producción y el arte de las series. Este hecho queda muy bien explicado a lo largo de las casi 400 páginas de Hombres fuera de serie. En su libro, Martin explica con detalle el origen y desarrollo de este interesantísimo fenómeno y cómo las cadenas televisivas más arrojadas y visionarias abrieron las puertas a una punta de locos que traían otras ideas y otras propuestas. Ya no más programas convencionales y predecibles, con héroes aceptables para el público más conservador y, sobre todo, para los patrocinadores más rancios. Se trataba de desafiarlo todo y de convertir a antihéroes, a tipos incluso socialmente detestables, en los nuevos protagonistas de la pantalla chica. De ahí el surgimiento de un Tony Soprano, calvo, gordo, grosero, ignorante, cruel, pero favorito de los televidentes. De ahí la aparición de un Walter White que de hombre mediano, gris y apocado, se transforma en villano ambicioso, corrupto y despiadado. De ahí, asimismo, la presencia de un Don Drapper elegante, frío, egoísta, amoral, con un pasado oscuro, pero a la vez (o tal vez por eso) seductor y fascinante.
¿Cómo es que una serie acerca del mundo de la publicidad en los años sesenta pudo resultar no sólo atrayente sino adictiva? Porque eso fue Mad Men a lo largo de sus siete intensas temporadas (2007-2013). Una emisión que paradójicamente fue rechazada cuando su creador, Mathhew Weiner, la propuso a HBO, la mismísima cadena que trastocó al mundo de la TV con Sex and the City, Los Soprano y The Wire, entre muchas otras.
A mediados de la década pasada, HBO había sido tomada por un grupo de ejecutivos que ya no quería arriesgar tanto y ni siquiera se tomó la molestia de revisar con atención el guión del programa piloto de Mad Men, mismo que Weiner llevaba en su portafolios desde hacía varios años. Sería otra cadena menos importante, AMC, la cual buscaba encontrar un programa con la fuerza de Los Soprano, la que por cosas del destino tendría acceso a aquel guión hasta entonces infortunado. El proyecto fue aceptado y Mathhew Weiner nombrado su showrunner. Lo primero que hizo fue buscar a un actor a quien nadie conociera, para que se hiciese cargo del papel principal, el de Don Drapper. Cuando se efectuó el casting y luego de ver a diversos actores, la decisión recayó en Jon Hamm, un oscuro histrión sin currículum y al que los ejecutivos de AMC consideraron “poco sexy”. Sin embargo, en cuanto lo vio, Weiner supo que Hamm era Drapper e impuso su determinación.
Mientras tanto, el propio Weinner había formado su equipo de guionistas y este se dio a la tarea de escribir los capítulos de la primera temporada. Alumno de David Chase, el creador de Los Soprano, su poder y su presencia llegó a tanto que la campaña publicitaria inicial de Mad Men no se basó en el personaje de Don Drapper o en alguna de las bellas mujeres que aparecían en la serie. La leyenda de la campaña fue: “Una serie de Mathhew Weiner”.
Mad Men resultó algo único (en México podemos verla completa por Netflix). El cuidado que se tuvo para recrear los ambientes, la moda, el lenguaje, los usos y costumbres de los años sesenta, no deja de asombrar, para no hablar de la elegantísima puesta en escena (cada encuadre es como un cuadro de Edward Hopper). Del casting no se diga: todos los personajes están perfectamente caracterizados y la historia (con sus subtramas) jamás decayó durante los siete años que duró la emisión, con referencias históricas como el asesinato de John F. Kennedy, la lucha por los derechos civiles, la visita de los Beatles a los Estados Unidos o la llegada del hombre a la luna.
Mad Men demuestra lo que afirma Brett Martin: que las series son el mayor modo de expresión artística de nuestro tiempo.
(Publicado el día de hoy en la sección "El ángel exterminador" de Milenio Diario)
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