Los lectores de generaciones más o menos veteranas recordarán aquella divertida serie televisiva llamada en México Espías con espuelas (su nombre en inglés era The Wild Wild West) que trataba sobre las aventuras de dos agentes del servicio secreto estadounidense, quienes en pleno salvaje oeste se dedicaban al espionaje para el gobierno del presidente Ulysses S. Grant.
Era una serie tan emocionante como la de ese espía al que muchos adorábamos y que respondía al nombre de James Bond, el famoso agente 007. Eso para no hablar de aquella espía de leyenda que fue la enigmática holandesa Mata Hari.
El espionaje existe desde hace varios siglos y no hay gobierno que no lo practique de una u otra manera. Hay espías rusos y norteamericanos, franceses y japoneses, chinos y brasileños. Hay espías al servicio del gobierno alemán y del gobierno argentino, del gobierno británico y del gobierno norcoreano. Obviamente, también hay espías o agentes de inteligencia al servicio del régimen mexicano. No sólo hoy. Los ha habido al menos desde que somos una nación políticamente independiente.
Un reportaje del diario The New York Times acaba de denunciar que el gobierno de México espía a periodistas, activistas y defensores de los derechos humanos, mediante un sofisticado programa denominado Pegasus. La nota no ofrece más pruebas que vagas referencias sin datos concretos, pero eso es lo de menos. Si nuestro gobierno no practicara el espionaje, eso hablaría muy mal de él. El problema es a quién espía y si se comprueba que es a quienes se dice, la cosa es grave y se debe investigar.
Lo que también veo es cierta doble moral en el asunto. ¿Se vale condenar el espionaje en México y justificarlo en Venezuela o en Cuba? Y el espionaje telefónico, ¿no ha servido acaso para alimentar a tantos periodistas de todos los colores, cuando sus fuentes les hacen llegar alguna grabación comprometedora que no dudan en publicar? En fin, meras reflexiones sobre el caso.
(Publicado hoy en mi columna "Cámara húngara" de Milenio Diario)
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