“You can't call it cheatin'/ 'cause she reminds me of you”.
Gin Blossoms.
A fuerza de recibir guantazos de las personas a quienes se ama, uno termina por cansarse de ser siempre el damnificado, el inmolado, la víctima propiciatoria de la película. Agota, agobia, harta jugar el papelito (el papelazo) del engañado, del burlado, del pisoteado. La autoestima se va por los suelos, el amor propio desaparece cada vez que uno permite que la otra persona lo humille mediante el expediente de la infidelidad.
Experto como he sido a lo largo de mi vida en el fino arte de servir de
punching bag para la diversión de más de dos mujeres con vocación de rudas, he decidido romper con el enfermizo círculo vicioso en el cual he vivido durante muchos años, para abandonar el rol pasivo de quien ve con angustia cómo el ser amado le embarra en la cara a sus amasios. La fórmula es tan simple y tan sencilla, tan obvia que me avergüenza no haberla descubierto antes.
En una relación, esencialmente no hay más que dos sopas: ser el esposo, el novio, el “compañero”, la pareja oficial… o ser el amante. Si se elige el primer aspecto, lo más probable es que con el tiempo se termine por padecer las infidelidades y deslealtades de su media naranja. Será uno el clásico cornudo y la verdad, lo digo por experiencia, resulta muy doloroso.
En cambio, si se opta por la segunda alternativa, la de ser el o la amante, las cosas cambian sobremanera. Por principio de cuentas, uno llega a una relación ya establecida y sabe a qué le tira. Se acepta que la persona a amar ya tiene a alguien a su lado y al aceptarlo, se dejan de sentir cosas tan horrendas y desgastantes como los celos, la desconfianza, la incertidumbre, la zozobra, sentimientos y sensaciones que desembocan en amarguras, tristezas, angustias mil. La situación resulta por tanto mucho más saludable. Cínica, sí, pero saludable.
Lo importante es, sin embargo, no llevar el enamoramiento al otro lado. Un amante no sólo puede amar: debe amar a su pareja clandestina. Lo que no debe permitir es convertirse en un nuevo novio, en un segundo esposo. Eso tiraría todo por la borda, ya que acabaría por tener celos del compañero legítimo de su amada (o amado, según sea el caso) y todo se derrumbaría con estrépito. De ahí la importancia que reviste el tener plena conciencia de que se es amante y que de ahí no se debe mover. ¿Para qué moverse, si como amante uno puede desbordarse, regodearse, apasionarse, combinar con sabiduría el amor con el sexo, sin limitaciones y sin pudor alguno?
Si el peor enemigo en una relación de pareja es la rutina, el amante tiene la ventaja de no convivir a diario con la persona amada. Nada de que si dejó abierta la puerta del baño, nada de que si no le jaló al excusado o mojó la tapa del mismo, nada de que si deja regados los calcetines en el suelo o que si no aprieta bien el tubo de la pasta de dientes o que si permite que los platos y vasos sucios se acumulen en el fregadero de la cocina. El amante puede evadir todo eso y dedicarse con los cinco sentidos al arte exquisito de la seducción, de la persuasión, de los juegos eróticos, de la más deliciosa promiscuidad sin culpas.
El secreto es no exigir compromisos. El único lazo que debe unir a los amantes es el del presente, el del momento que se vive, el de los instantes –breves o prolongados- que se pasan juntos, deleitablemente juntos, sin pensar en el futuro, sin tratar de atar al otro, sin intentar capturarlo. Dos amantes deben ser dos individualidades que se funden sola y únicamente en forma efímera, así esa calidad efímera dure semanas, meses o años.
Ser amante de una, de dos, de cinco o de diez parejas (depende de la capacidad amatoria y del tiempo disponible de cada quien) no es cuestión de moralidad sino, simplemente, de pasarse al lado de quienes deciden dejar de ser mártires de las relaciones sentimentales. Incluso, ser un buen amador y hacer que las amantes se sientan satisfechas, complacidas, gozosas, puede hacer que éstas lleven una mejor relación con sus parejas oficiales. Es una labor de buenos samaritanos que hasta debería ser agradecida. Pero lo más importante es que se trata de quererse a uno mismo y a partir de ahí proporcionar, repartir con generoso afán ese amor entre otras personas que lo necesitan y que desean alejarse de sus grises y rutinarias vidas maritales.
Ser o no ser cornudo. Ser o no ser cornador. He ahí los dos dilemas.