viernes, 11 de diciembre de 2009
Lolitas y Lolitos
Hace diez, quince o veinte años, el hecho de que una mujer en sus treinta o en sus cuarenta tuviese como pareja a un hombre ocho, diez o más años menor que ella era materia de escándalo, hecho mal visto, tema para culebrón telenovelesco. Casi impensable resultaba incluso concebir semejante situación, misma que cuando llegaba a darse se mantenía oculta de un modo más o menos vergonzante. Hoy, sin embargo, las cosas han cambiado de manera notable.
Conozco de primera mano varios casos al respecto. La abundancia de mujeres mayores de treinta años que tienen como novios, amantes y hasta esposos a jóvenes varones que viven apenas la primera mitad de sus años veinte es cada día más grande. Antes, claro –y que nos lo diga el espíritu de Vladimir Nabokob-, lo común era precisamente lo contrario: que hombres maduros anduvieran con veinteañeras o aun con jovencitas que en ocasiones ni siquiera alcanzaban la mayoría de edad. El síndrome de las Lolitas no es y no era extraño y hasta se sigue considerando como un motivo de admiración y presunción. Un macho que ya peina canas pero que es capaz de seducir a hembras que podrían ser sus hijas, en el fondo resulta objeto de cierto respeto. ¿Qué sucede, en cambio, con las hembras maduras que conviven con jóvenes machos inexpertos pero llenos de vitalidad, es decir, con Lolitos? Cuando menos en las regiones sociales que yo conozco y frecuento, aunque estas hembras son todavía cuestionadas y hasta criticadas, cada vez se les acepta con una mayor normalidad.
Aventuras extracancha
El primer caso que conocí en tiempos más o menos recientes, digamos hará un par de años, es el de una amiga en sus exactos cuarenta (llamémosla Edith), madre de dos hijos ya legalmente adultos, quien mantenía una relación amorosa con un joven de la misma edad de sus vástagos (llamémoslo Arturo). Desde que los vi juntos una noche, en una fiesta, me quedó muy claro que Edith estaba enamorada y que Arturo no parecía estarlo tanto. De cualquier manera, permanecieron juntos a lo largo de toda la velada y no se ocultaron para abrazarse, acariciarse, besarse. Tampoco hubo alguien que se mostrara asustado por el hecho, a pesar de que la diferencia de edades era perfectamente evidente.
La relación entre ambos se extendió cuando menos un año más. Se sabía que el jovenzuelo en cuestión era bastante mujeriego –tenía relaciones más que amistosas con diversas muchachas de su edad- y que se sentía una especie de genio de la pintura (porque el muchacho pintaba), estatus que le era fomentado por la ciega fascinación de su cuarentona amante. Ésta sabía de las aventuras extracancha de su pareja y trataba de no hacer caso, con tal de que no se fuera de su lado. No obstante, en varias ocasiones el descaro de Arturo la hizo rabiar y los reclamos y las peleas se volvieron cada vez más frecuentes. Sin demasiada perspicaia de por medio, los amigos de Edith sabíamos en qué iba a terminar todo aquello. Así fue: el noviazgo (por llamarlo de alguna manera) llegó a su fin y ella tardó en recuperarse, aunque sus sentimientos quedaron marcados y la gana de reiniciar una relación con un hombre, de la edad que fuese, se desvaneció al menos por un buen rato.
“Ya no hay hombres”
De un tiempo para acá, es común escuchar a mujeres que repelan por la falta de varones hechos y derechos “Ya no hay hombres”, suelen decir numerosas damas, quienes concluyen que “los que hay están casados, son unos patanes o son gays”. De ahí que algunas de ellas opten por el lesbianismo, el autoerotismo, la castidad, las adicciones extrasexuales (desde las drogas hasta el trabajo) el yoga o la política. Sin embargo, no a todas las mujeres les va mal en sus relaciones heterosexuales, incluso con tipos mucho más chicos que ellas.
Veamos un segundo caso que también conozco de primera mano. Patricia (también llamémosla así) es una profesional que vive la segunda mitad de sus treinta. Se trata de una persona exitosa, brillante, llena de talento, inteligencia, simpatía y reconocimiento público. Tampoco le ha ido del todo mal en sus noviazgos y hasta tuvo un matrimonio que mientras duró fue bueno. Sin embargo, éste se fue deteriorando y en los últimos meses del mismo, ella conoció a un hombre exactamente diez años menor, con quien desde el primer momento tuvo eso que el lugar común llama química. El contraste con quien estaba a punto de dejar de ser su marido no podía ser más grande: éste se había convertido en un sujeto neurótico, conflictivo, intolerante y cada vez más alcohólico. El joven de veinticinco años, en cambio, era tranquilo, trabajador, amable, tolerante, buen amante y –tal vez como un plus- de origen europeo. La elección resultaba obvia. Patricia se separó de su esposo y desde hace casi dos años vive felizmente con su galán una década menor que ella. Por lo que veo, forman una hermosa y muy compatible pareja, cuyo futuro se mira abierto y optimista.
Un par de casos más
Como se ve, todo es relativo y cada caso es distinto. Otro ejemplo es el de una ex amiga (bauticémosla como Jimena), hoy de treinta y cinco años, quien lleva poco más de un lustro de andar con un hombre a quien supera cronológicamente por siete veranos. Tanto tiempo de estar juntos podría indicar que se trata de una relación exitosa, pero yo la llamaría una relación enfermiza, cuyas ataduras se amarran desde una posición de dominio que no está exenta de cierto sadomasoquismo. Ella es la dominadora; él, el dominado. Desconozco si esto se da en lo sexual, pero en el plano social resulta clarísimo. La mujer de marras ha llegado al extremo de contar de la manera más abierta que su novio padece de disfunción eréctil (claro, dicho con otras palabras menos científicas), argumento por medio del cual justifica su alegre andar por el calor de muchas otras sábanas, aventurillas que también suele referir sin cortapizas y de las que su compañero (es un decir) además está enterado.
Por último, está el caso de una cuarta amiga mía, quien en sus treinta recién cumplidos septiembres acaba de inaugurar una relación con un chavito de veintiuno (antes, a los veintiuno ya se era adulto, pero ahora es diferente, aunque eso es tema para otro artículo). Hasta el momento las cosas entre ellos marchan más o menos bien, pero ya empieza a haber ciertos signos de que no todo es miel sobre hojuelas. Ella quiere vivir situaciones que vayan con su edad, pero él todavía está instalado en las fiestas con los cuates, en las salidas con los cuates, en jugar Xbox, Play Station y Wii con los cuates, etcétera. No quiero ser ave de mal agüero, pero el futuro de esa pareja en particular no parece ser muy prometedor que digamos.
¿Y yo por qué… no?
Por estar hablando de otras experiencias, casi olvido la mía propia. Debo confesar que de algún modo hace largo tiempo fui un Lolito y que hoy día me encantan las Lolitas. En efecto, a los diecinueve años me relacioné con una mujer divorciada de veintiocho y permanecimos juntos cerca de dos decenios, lapso en el cual tuvimos dos hijos, legalizamos nuestro matrimonio y terminamos por divorciarnos. Como pareja pasamos de todo: buenos y magníficos y malos y pésimos ratos, algunos ciertamente determinados por la diferencia de edades. Tal vez esa haya sido la razón por la cual, una vez soltero otra vez y a partir de mis cuarenta y tantos (y hasta la fecha), mi tendencia hacia las mujeres mucho más jóvenes sea incontenible y apasionada.
A manera de conclusión, se puede decir que el actual fenómeno de las mujeres maduras y sus Lolitos tiende a crecer y a consolidarse. Algunas verán en ello la realización de sus sueños y otras tendrán materializadas ahí a sus peores pesadillas. No creo que sea algo bueno o algo malo per se, algo aplaudible o algo condenable. Es un hecho que existe y que me limito a hacer constar. Cada caso es diferente y las generalizaciones resultan vanas. A final de cuentas –como dijera el gran cocodrilo Efraín Huerta en uno de sus poemíninos-, el que quiera azul celeste… que se acueste.
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