Lo que
sucede es que al enterarme de las muertes de Donna Summer y Robin Gibb, vino a
mi mente lo aborrecible que me resultaba la música disco por allá de mediados
de los años setenta del siglo pasado. En verdad la odiaba. Como roquero a
ultranza que era yo en esa época (bueno, de una y muchas maneras lo sigo
siendo), la irrupción de esa musiquita rítmica y edulcorada me pareció
vomitiva. Las estaciones de radio nos inundaban con aquellos beats repetitivos
y aquellas orquestaciones cursilísimas… y agréguense los pasos de baile, las
coreografías, las vestimentas, los peinados, Travolta, ¡uf! Aquello era
horripilante (y se pondría peor en los ochenta). Muchos lo veíamos como un
verdadero atentado contra "la pureza" del rock. Era música de fresas y para
fresas. Vacía. Hueca. Desechable. Detestable.
¿Eran
radicalismos de un joven fundamentalista (yo tenía veinte años en 1975)? ¿Habré
madurado y cambiado mi parecer luego de tanto tiempo? Sí… y no.
Debo
aceptar que ya no me dan punzadas en el estómago cuando suenan las notas de
“Hot Stuff” o de la inefable “Staying Alive”, con las tipludas voces de los
hermanos Gibb. Incluso puedo reconocer en la música disco ciertos valores de
producción y hasta que marcó una época dentro de la música popular, etcétera.
Pero ponerme a escucharla, sentir que me trasmite algo…, no, en absoluto.
No hay más
odio de mi de mi parte hacia Donna Summer o Robin Gibb. El punk llegó a tiempo
para salvar la dignidad del rock y devolverme la salud mental. Lamento ambas
muertes, pero no la permanencia de su música, aun cuando sé que a millones les
encanta y que hasta los Rolling Stones grabaron cosas tan lamentables como
“Emotional Rescue”.
Así que no
me lo tomen a mal. Sólo soy el portavoz de algunos cuantos rocanroleros
disidentes que en cierto momento gritamos: ¡Muera la música disco!”.
*Publicado hoy en mi columna "Gajes del orificio" en la sección Hey! de Milenio Diario.
*Publicado hoy en mi columna "Gajes del orificio" en la sección Hey! de Milenio Diario.
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