Escribo estas humildes líneas con la esperanza de no
importunarla u ofenderla. Sé bien la situación por la que pasa y nada más lejos
de mi ánimo que molestarla o causarle alguna contrariedad. El motivo de la
presente no es sino el de brindarle mi apoyo y simpatía, hoy que cumple usted
veinticinco abriles y los celebra con más pesar que alegría.
Provócame
verdadero desconcierto el hecho de que usted, estando en la flor de la vida, en
la plenitud de su existencia, se vea envuelta en la incertidumbre de cumplir
esa esplendorosa edad. Quizá porque quien pergeña esta breve carta hace ya
muchos ayeres que cruzó el cuarto de siglo, cuesta trabajo comprender las
razones de su angustia. ¡Santo cielo!, si usted, mi querida señorita, apenas
está empezando a vivir y ante su persona se abra un mundo de caminos bifurcados
que la conducirán a lejanos confines. Pero se siente usted mal, deprimida, y su
tristeza es tan notoria como dolorosa. ¿Qué puedo decirle para reanimarla? Por desgracia, mi persona se halla
demasiado abajo como para pretender alcanzar su alma y conmoverla con mis
modestas palabras. Aun así, voy a intentarlo con el corazón en la mano y la
emoción a flor de piel.
Usted,
admirada señorita, y perdone la franqueza, me da la impresión de encontrarse
muy sola. Cierto que asiste a recepciones y reuniones sociales que son
frecuentes y abundantes, pero tengo la impresión, y no creo estar equivocado,
de que eso no la complace ni alcanza a llenar algunos vacíos que la lastiman.
Rodeada se halla de mucha gente, alguna de gran distinción y hasta de merecida
fama, pero allá, en el fondo de su ánima sensible, veo en usted la sombra cruel
de la soledad. Una soledad a la cual paradójicamente parece aferrarse, como el
náufrago se prende al madero salvador… y disculpe usted ejemplo tan burdo y
común.
Tengo la
impresión de que su persona tiene miedo: miedo a compartir su corazón, sus
emociones, sus anhelos. Es como una muralla inaccesible, impenetrable, a la que
no se puede entrar ni por asalto. Como un animal a la defensiva, herido por
algún arma pretérita empuñada por una mano insensible y criminal; un animal
acorralado que teme a todo y a todos, imaginando que quieren hacerle daño.
Y todo lo
anterior unido al cumplimiento inexorable de esos veinticinco años que le pesan
como una loza. Pero permita que le diga algunas cosas. Usted, noble señorita,
oculta bajo mil disfraces algo que muy pocos, si no es que nadie más que este
gris servidor, han podido descubrir. Bajo las máscaras que ocultan su verdadera
cara, tras los antifaces que desvían la atención hacia territorios vacuos y
artificiosos, hay un ser luminoso que puede llegar a deslumbrar y hasta a
enceguecer a los ojos incautos. Esa luz prístina y brillante se halla escondida
por una sucesión de paredes opacas que usted misma se ha impuesto y que impiden
apreciar a los blandos sus reales dimensiones. Dichas paredes aparentan dureza,
sequedad, incluso crueldad y son capaces de hacer retroceder al más valeroso de
los conquistadores. Quien esto escribe, señorita, no es un valiente ni puede
presumir de audacia alguna. Pero es alguien que posee la flama capaz de
encender el pabilo de esa vela apagada que yace en el fondo de su ser.
Temo haber
desvariado y hasta escrito cosas capaces de hacerla enojar. De ser así, le pido
nuevamente mil perdones. Sepa usted, mi adorada señorita en crisis, que he
obrado con la mejor de las intenciones y que lo único que me ha movido, la sola
cosa que ha dictado esta sucesión de ideas desordenadas, es el inmenso amor que
siento por usted.
Sinceramente.
*Texto publicado en abril de 1994 en mi columna "Bajo presupuesto" de la sección cultural del diario El Financiero, donde yo colaboraba por aquel entonces. La carta está dirigida a la mujer que en esos tiempos me dejaba sin aliento y en quien me inspiré para escribir mi novela Matar por Ángela (1998). Ella cumplía veinticinco años y, en efecto, se sentía en crisis. De ahí que le dedicara yo estas líneas.
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