Chavela Vargas en plena juventud. |
Si uno lee
algunos comentarios en la prensa y las redes sociales, parecería que México
acaba de perder a su más grande cantante vernácula y francamente no es así.
Como intérprete, Vargas tenía un estilo bastante singular, bohemio, intimista,
rasposo, hasta con cierto dejo bluesero. Sin embargo, su voz era pobre, de
pronto desafinada, y carecía de la calidad de una Lola Beltrán, una Amalia
Mendoza o una María de Lourdes (para mi gusto, la mejor de todas), quienes, por
otra parte, también tenían su feelin’. Compararla con Lucha Reyes, como se ha
querido hacer, resulta desproporcionado.
Lo que
mitificó a Chavela Vargas tuvo más que ver con factores de otra índole. Su
relación con la vida bohemia, artística e intelectual mexicana de los años
cuarenta y cincuenta comenzó a acrecentar su propio mito, aunado a las leyendas
de sus amoríos con Frida Kahlo o sus apariciones en algunas cintas nacionales
de culto, como La Cucaracha de Ismael Rodríguez (1958). Luego vendría un
larguísimo periodo de casi treinta años de ausencia, hasta que fue “rescatada” por
Carlos Monsiváis y Jesusa Rodríguez, con lo que se ganó la adoración de nuestro
beato sector progre-izquierdoso. Pero su verdadera consagración llegó con la
bendición de Pedro Almodóvar, no tanto por sus méritos artísticos –que los
tenía, por supuesto– sino por su identificación con la corrección política, en
especial la del sector homosexual (su interpretación de “Un mundo raro” de José
Alfredo Jiménez es hoy por hoy todo un himno gay).
Nadie puede
negar la importancia de Chavela Vargas, pero habría que matizarla y quitarle
esa aura de santona progre y cantante extraordinaire que le dan algunos. Creo
que ella misma lo agradecería con alivio.
*Publicada ayer martes en mi columna "Gajes del orificio" de la sección Hey! de Milenio Diario.
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