Si ya en la
ceremonia de inauguración, Danny Boyle nos había dado una buena dosis de ello,
lo de este domingo en el Estadio Olímpico de Stratford fue todavía mejor. No
hablaré aquí de quiénes estuvieron (aunque hubo momentos conmovedores como los
homenajes a John Lennon y Freddie Mercury, la aparición del gran Ray Davies y
su “Waterloo Sunset” o el explosivo cierre con The Who) y quiénes no (aunque sí
me hizo falta cuando menos alguna referencia a Led Zeppelin, Eric Clapton,
Elton John y los Rolling Stones), sino de la enorme importancia que tienen el
rock y el pop británicos en la cultura global de nuestros tiempos.
Desde la
irrupción mundial de la beatlemanía en 1964, la música popular del Reino Unido
ha marcado el rumbo a seguir. Ya sea con la llamada invasión inglesa de los
sesenta, el rock progresivo y el punk de los setenta, el synth pop de los
ochenta, el trip hop y el brit pop (y la electrónica) de los noventa y buena parte
del alt-rock y el pop de lo que va de este siglo, la marca Made in U.K. resulta
indeleble y forma parte del inconsciente colectivo del noventa por ciento de la
humanidad (bueno, tal vez exagero: ¿qué tal el 89.99 por ciento?).
Entre los
Beatles y los Arctic Monkeys existe un amplio espectro, una innumerable
cantidad de propuestas musicales que nos enriquece día a día y que constituye
un magnífico universo contenido en esa más bien pequeña (su territorio es ocho
veces menor que el de México) pero grandiosa isla situada a un ladito del
territorio continental europeo.
Por eso, a
la gran mayoría de los cientos de millones de personas que vimos el cierre de
los Olímpicos nos conmovió tanto la parte musical de la ceremonia. Porque,
musicalmente, todos tenemos un poco de británicos.
Loor a la
música de estos locos singulares: los escoceses, los galeses, los irlandeses y
sobre todo los ingleses. ¿Qué seríamos sin ellos?
*Publicada hoy en mi columna ·Gajes del orificio" de la sección Hey! de Milenio Diario.
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