¿Qué fue primero, la imagen o la música? En el caso de David Bowie es posible que ambas cosas hayan sucedido al mismo tiempo y en el mismo nivel de importancia. Porque las transformaciones musicales de este singular artista (y digo artista en la exacta acepción de la palabra) británico han ido siempre aparejadas con sus cambios de apariencia, los cuales muchas veces han adquirido el grado de personajes perfectamente definidos y diferenciados de su propio creador. Algunos de ellos fueron tan fuertes, no sólo en su estética sino incluso en sus rasgos interiores, que Bowie llegó a estar literalmente poseído por ellos y el caso de Ziggy Stardust es muy revelador y sintomático al respecto. Esta especie de esquizofrenia artística ha definido buena parte de la carrera del autor de “Space Oddity” y le ha permitido desarrollarse como uno de los compositores e intérpretes más originales e importantes en la historia del rock. Desde sus inicios musicales a mediados de los años sesenta hasta su más reciente disco, aparecido apenas el año pasado, Bowie ha sabido reinventarse de manera constante; tal vez no siempre de la mejor manera, pero cada vez con una intención propositiva y revolucionaria, incluso cuando revisa su pasado. Retador y desafiante, convulsivo y compulsivo, enemigo de los convencionalismos pero al mismo tiempo elegante y sibarita, su eclecticismo le ha permitido trabajar dentro de los más diversos géneros y mantenerse todo el tiempo no sólo dentro de la vanguardia sino marcando en infinidad de ocasiones la dirección a seguir de dicha vanguardia. Pocos como él para sobrevivir a las tormentas que suele desatar el llamado súper estrellato del rock y llegar a los cincuenta y tantos años de edad en medio de una plenitud admirable y una visión de las cosas tan serena como lo reflejan las obras discográficas que ha producido en estos primeros años del nuevo siglo. La historia de David Bowie es la historia no de un alienígena, sino de un ser humano excepcional en sus virtudes y sus defectos. De un genio, pues.
(Prólogo que escribí para el Especial de La Mosca No. 10, dedicado David Bowie y que apareció en marzo o abril de 2004, hace diez años).
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