Terminé esta, la más reciente novela de Mario Vargas Llosa, de la que había leído algunas reseñas muy favorables. No diré que el libro me decepcionó o que me pareció malo. Sin embargo, no es lo que yo esperaba de una pluma como la del peruano y no creo que se pueda comparar con obras maestras suyas como La ciudad y los perros, La tía Julia y el escribidor, La guerra del fin del mundo o incluso Pantaleón y las visitadoras, novelas que en su momento me deslumbraron por su estilo narrativo, ese mismo estilo narrativo que eché en falta en Cinco esquinas (Alfaguara, 2016).
Porque no puedo entender cómo es que alguien que siempre privilegio el buen estilo literario y que incluso tiene un libro portentoso como La orgía perpetua, en el que analiza a fondo la Madame Bovary de Gustave Flaubert, pueda caer en una escritura más bien facilista y en ocasiones descuidada, aunque, eso sí, el relato me atrapó y su ritmo vertiginoso me llevó a leerlo de principio a fin.
La historia de un chantaje a un alto empresario peruano, en la temible época en que Alberto Fujimori era amo y señor del país andino, mientras por todos lados había secuestros y atentados terroristas por parte de Sendero Luminoso y otros grupos subversivos, son la anécdota central y el escenario en que se desarrolla la trama de Cinco Esquinas. Hay varias historias alternas que enriquecen el relato y lo hacen cada vez más interesante conforme el libro avanza. Los personajes son vivos y creíbles, tanto el chantajista Rolando Garro, director de la revista sensacionalista Destapes, como su mano derecha, la reportera amarillista apodada La Retaquita (quizás el personaje más logrado de la novela), lo mismo que el chantajeado Enrique Cárdenas (empresario de altísimos vuelos), su amigo más cercano, el abogado Luciano Casasbellas, y las mujeres de ambos (Chabela y Marisa). También hay que destacar al infortunado Juan Peinetas y, muy especialmente, al siniestro Doctor, verdadero poder tras el trono de Fujimori.
La trama, pues, es muy buena. Mis objeciones se encuentran en la forma de repente descuidada en que está escrita.
Un ejemplo: en algún momento, uno de los personajes desaparece y sus empleados temen que le haya pasado algo. Reunidos en una oficina, convienen en ir a comer, para despejarse un poco, y volver para verse a las cuatro. Son las dos y media y Retaquita va a su casa, en un trayecto que le lleva una hora. Es decir, que llega a su casa a las tres y media. Decide tomar una siesta de una hora y al despertar, lógicamente son las cuatro y media. Lejos de alarmarse porque se le hizo tarde, regresa a la oficina (otra hora de camino) para llegar a las cinco y media. Eso es lo que uno cree. Sin embargo, Vargas Llosa dice que son ¡las cuatro! Parecería una pecata minuta, pero es un descuido imperdonable para un literato de tan altos vuelos.
Otro problema de estilo está en las descripciones de las escenas de sexo, ya sea las de amor lésbico entre Chabela y Marisa, el trío que hacen con Enrique o las imágenes de la orgía que desata el chantaje. Son muy obvias y descriptivas, no hay elegancia en ellas, el erotismo que debía campear está ausente. Ni siquiera resultan pornográficas. Son simplonas y en absoluto excitantes o provocadoras.
Con todo, es una novela que hay que leer. O no.
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