Vaya semana. Del tremendo lío de la tesis del presidente, pasamos a la muerte intempestiva de Juan Gabriel (que le costó la chamba al buen Nicolás Alvarado), para terminar con la visita de Donald Trump que ha unificado a todo el círculo rojo en un mismo grito de mas-si-osare-un-extraño-enemigo, con uno que otro aprendiz de Juan Escutia envuelto en la bandera.
Por salud mental, me he negado a sumarme al coro de los indignados, porque aprecio mucho la salud de mi hígado y porque, visto en perspectiva, se trata de un sainete que pronto será borrado por un nuevo y vertiginoso escándalo. Hace una semana, muchos en el círculo rojo se desgarraban las vestiduras por lo de la tesis peñanietista; luego estalló el llanto masivo e intolerante por el fallecimiento del creador de “Amor eterno” (digo que intolerante porque ay de aquel que se atrevió a expresar que no le gustaba la música del llamado Divo de Juárez: de mal mexicano no lo bajaron) y ahora mismo vivimos las consecuencias de la ciertamente torpe manera como se manejó la presencia de Trump en nuestro país, algo que muchos opinadores han llamado, con melodramático y exagerado acento, “uno de los peores momentos de la historia nacional”. Yo insisto en que fue un sainete que se olvidará pronto y más aún cuando Hillary Clinton gane las elecciones.
El jueves me subí al metro y en el retacado vagón no escuché que los pasajeros hablaran del tema y no vi que alguien tuviera cara de indignado. La gente común está preocupada por otras cosas y es, como dije, el círculo rojo el que salta de rabia e indignación desde los medios y las redes digitales.
¿Que la regaron al invitar a los dos candidatos gringos a la presidencia? Posiblemente. Juanga (tan priista siempre él) quizá les habría dicho al presidente Peña Nieto y a sus no muy hábiles asesores: ¿pero qué necesidad?
(Publicado hoy en mi columna "Cámara húngara" de Milenio Diario)
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