Esto no lo he contado, pero una vez fui un desertor militar. Bueno, lo de militar es relativo...
Año de 1965. Yo tenía diez años de edad y acababa de entrar al colegio Espíritu de México, en Tlalpan, dirigido por sacerdotes salesianos (aunque el profesorado era civil). Luego de estar cuatro años en un colegio de monjas (el Hernán Cortés, también en Tlalpan), pero mixto, era mi primera experiencia en un centro escolar para puros hombres.
Yo aún no descubría mi vocación musical y quizás empecé a vislumbrarla cuando al poco tiempo de iniciadas las clases, vi una convocatoria para integrarse a la banda de guerra del colegio. Me encantó la idea y me imaginé tocando el tambor cada lunes, en la ceremonia a la bandera, e incluso en algún desfile de escuelas. Así que me apunté y una tarde, en la primera cita para los nuevos integrantes de la banda, me dijeron que los tambores ya estaban cubiertos y que tendría que tocar la corneta (sin albur). Frustrado, acepté a regañadientes y esa misma tarde me di cuenta de que jamás iba a poder sacarle ya no digamos una nota, sino un sonido a aquel instrumento de metal. Por más que soplaba, aquello no sonaba y algunos compañeros se rieron de mí.
No regresé al siguiente ensayo. Deserté vilmente a la banda de guerra. Por fortuna, no hubo represalias o castigos. Tal vez se dieron cuenta de que como cornetista no tenía futuro alguno y prefirieron no buscarme. Creo que mi futuro como tamborilero y baterista también quedó sepultado ese día. Chi lo sai.
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