“Puedo estar en desacuerdo con lo que dices, mas defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”, reza –palabras más, palabras menos– la frase atribuida a Voltaire (aunque en realidad jamás la pronunció: fue su biógrafa británica Evelyn Beatrice Hall quien se la adjudicó en el libro Los amigos de Voltaire de 1906). Sin embargo, el espíritu de esa sentencia viene muy al caso en estos días en que la libertad de expresión se ha puesto en entredicho, a raíz del artículo de Nicolás Alvarado sobre Juan Gabriel, publicado en las páginas de Milenio.
Con asombro, he leído sesudas justificaciones, de gente pretendidamente ilustrada, para justificar diversas limitantes a esa libertad, todo en aras de proteger a la corrección política que nos ahoga cada vez más. Incluso se acusa de ingenuos a quienes pensamos que la libertad de expresión es inatacable y que más vale pecar de permisivos y abiertos, aun en los casos en que quienes se expresen caigan en “excesos”, que tratar de poner trabas, reglamentaciones y censuras.
Cierto que la libertad de expresarse debe ser responsable y para ello, quienes la ejerzan tienen que dar la cara y firmar lo que digan. Escribir críticas y denuestos desde el anonimato, como suele hacerse en las redes sociales o en los comentarios al pie de diversos textos en los medios digitales, no es libertad de expresión sino cobardía muchas veces vil y oligofrénica.
Yo defiendo sin cortapisas la libertad de Nicolás Alvarado para decir lo que se le venga en gana y no veo por qué instituciones como el Conapred deban lanzarle advertencias y hasta “invitaciones” a reeducarse, como si estuviéramos en la China Roja de Mao o en la Cambodia de Pol Pot.
Defiendo, pues, la libertad de no seguir la corriente, de disentir y no sólo del poder o de los políticos, sino de esa enorme e informe claque que es la masa anónima e intolerante de los políticamente correctos. Lo que menos necesitamos es un nuevo tribunal del Santo Oficio.
(Publicado el día de hoy en mi columna "Cámara húngara" de Milenio Diario)
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